07 diciembre 2015

Algo que hacer durante la espera

Todos los días son el último día. Se comienza por el final.
Podríamos decir, paradójicamente: «Al principio era el fin».
El año litúrgico se abre con la perspectiva del último día. Un día que, aunque permanece secreto, se inscribe en cada uno de los días que componen nuestro calendario.
Conocemos algunas recomendaciones piadosas: Vive este día como si fuera el último de tu vida.
Acércate a la Eucaristía como si fuera la última vez que comulgas. 
Arrodíllate ante el confesor como si fuera la última vez que te confiesas. Celebra tú, sacerdote, con la misma devoción con que celebrarías tu última misa.
Todo eso está muy bien. Menos el «como si».
En realidad, éste es el primero y el último día. No habrá otro. Esta misa es la última. No la podrás celebrar otra vez.
La ocasión de bien que hoy has perdido, ya no volverá a presentarse.
La que cuenta de veras, y que tendríamos que celebrar, es la última comunión.
La palabra de Dios que hoy escuchas es irrepetible.

En la vida no pasa como en el teatro. En la vida no se repite la sesión.
Toda acción es definitiva Toda ocasión es única.
Todo pensamiento, gesto, discurso, son «exclusivos», imposibles de reproducir.
Este día, este instante, no volverá a presentarse.
El día que estás viviendo es el último día. Este momento, para ti, es el último momento.
Esperar lo inesperado
Pero existe otro aspecto paradójico. Hay que vivir conscientemente en la esperanza y en la serenidad, sin angustias ni ansiedades, la llegada del fin y, sobre todo, de la presencia gloriosa del Señor. Pero ésta vendrá inesperadamente.
Se trata de algo cierto y no conocido al mismo tiempo.
Me impresionan y me preocupan no poco aquellas indicaciones misteriosas: «Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán».
Ante todo, resulta ya sorprendente el hecho de que el acontecimiento decisivo se presente en el contexto de las ocupaciones de cada día, y de que el juicio (ser llevado o ser dejado por el Señor, ser abandonado y separado de él) se exprese dentro de unas actividades totalmente ordinarias, profanas. Parece como si la materia de examen no fuera el cumplimiento dominical, sino los días y las tareas «normales».
Pero además descubrimos que los criterios de valoración por parte de Dios son imprevisibles. ¿Por qué de dos personas que están haciendo lo mismo, que se dedican a la misma faena, una es acogida por el Señor y la otra es condenada?
Pero la espada tajante del juicio no separa sólo a las personas. Separa también las acciones de la Iglesia, de una comunidad, de un individuo concreto.
No todo tiene el mismo valor. No todo es aceptable. No todo es presentable, a pesar de las apariencias.
Las etiquetas religiosas que deberían cubrir y garantizar el montón de grano no impedirán una criba rigurosa y una severa distinción. Dios no está dispuesto a «tomarlo» todo en bloque. Dios escarba en el montón. Escoge. Examina. Valora. Distingue. Concretamente: ¿qué acciones mías son las que se salvan a sus ojos? Entre las cosas que amontono, entre las actividades que multiplico frenéticamente, ¿cuáles son las que le interesan de verdad?
¿No convendrá que empiece yo mismo por «dejar» algo que ciertamente dejará él, y que me dedique a algo que quizás podría él tomar en consideración?
Aunque la muerte llega de forma inesperada y la llegada del Señor nos coge inevitablemente desprevenidos (es típica en este sentido la parábola del ladrón nocturno), sin embargo el creyente está obligado a preguntarse por la orientación que da a su presente y por la consistencia de los valores por los que vive.
¡Qué distraídos!
La vigilancia, que constituye uno de los temas de fondo del largo discurso, tan complejo, de Mateo y que debe caracterizar la existencia del cristiano, queda ilustrada de forma negativa por la actitud que mostraron los contemporáneos de Noé cuando estaba a punto de caer sobre ellos la catástrofe: «…Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos…».
No se acusa a esos individuos (como ocurre en el capítulo 6 del Génesis) por su mala conducta y por la violencia que sembraban en la tierra. 
En labios de Jesús la acusación se restringe a una sola culpa: «y cuando menos lo esperaban». O sea, estaban distraídos, despistados, ausentes, en Babia. Y desprevenidos. Inconscientes. Atolondrados. Incapaces de «sospechar» que iba a pasar algo. Lo mismo puede pasar en nuestra vida. No hacemos daño a nadie. Todo normal. Todo en regla. Comemos. Bebemos. Nos exponemos a las radiaciones benéficas de la televisión. Pensamos en nuestros negocios. Comentamos las peripecias de los demás. Programamos reuniones. Decidimos dónde veranear. Organizamos fiestas. Leemos el periódico. Echamos una ojeada al horóscopo… 
…Y estamos distraídos en lo esencial. Somos incapaces de sospechar. Sí, de sospechar que bajo la corteza superficial de las cosas hay otra realidad que descubrir. 
De sospechar que ciertas acciones tienen un valor de eternidad. De sospechar que ciertas citas pueden resultar decisivas.
De sospechar que el examen más importante y de consecuencias irremediables es aquel al que tengo que someterme hoy.
De sospechar que la vida puede vivirse de otra manera.
De sospechar que este tiempo, esta hora, se me dan para otra cosa. De sospechar que… ¡ése no soy yo!
La sospecha de que puede haber algo precioso, decisivo, desconcertante, inesperado, bajo la capa de lo ordinario y de lo habitual, representa la otra cara de la vigilancia.
El cristiano sospecha que bajo el suelo profano que está pisando se oculta un terreno sagrado.
El cristiano percibe el mensaje secreto contenido en los sucesos más comunes, vislumbra la señal misteriosa que trasmiten las realidades más insignificantes.
El lector atento del evangelio sospecha que la espera se traduce, fundamentalmente, en una tarea que realizar.
El discípulo sospecha que el último día no representa una catástrofe, sino una promesa, mejor dicho, el cumplimiento de todas las promesas.
Alguien nos sacude las sábanas
Al comenzar el adviento suena con especial oportunidad la brusca advertencia de Pablo: «Ya es hora de espabilarse».
Es como si el apóstol nos tirara bruscamente de la manta que arropa nuestro sueño y descorriera de golpe las cortinas para que entre el sol a raudales.
La noche de la que hemos de salir es la de una vida incolora, sin significado, sin sabor, chata y vulgar.
Ya es hora de dejar de mecerse en el cómodo balanceo de costumbres rutinarias.
Hay que sacudirse el peso que nos obliga a renquear, la opacidad que nos nubla la vista.
Hay que familiarizarse con la luz. La luz tenue que apunta por los collados de Belén. Y por la luz deslumbrante de la aparición foral del Señor en la gloria.
Precisemos un poco más:
-El sueño peligroso no es sólo el sueño personal, sino también y sobre todo el sopor y el sonambulismo colectivo.
-No basta con levantarse pronto por la mañana. Lo importante es despertarse. Abrir los ojos. Tener en cuenta e interpretar la realidad que tenemos delante.
-No basta con «vestirse». Hay que dejarse «impregnar» por Cristo, por sus pensamientos, sus sentimientos, sus proyectos.
-E incluso cuando llegan las tinieblas, es preciso combatir contra la noche, encendiendo una luz en nuestro interior. Una luz que nos impida perdernos en medio del desconcierto, del despiste, de la confusión general.
Urge tomar decisiones autónomas, hacer opciones valientes, adoptar comportamientos bajo el signo de la libertad, que vayan en contra de la corriente.
Una última indicación. La visión espléndida de Isaías (primera lectura), que habla de la grandiosa peregrinación de todos los pueblos a Jerusalén, se podría completar oportunamente con el tema del retorno al monte santo, donde nos envuelve la luz del Señor y llega hasta nosotros su palabra.
O sea, sería interesante comprobar la transformación que se ha llevado a cabo. Verificar no sólo si llegamos, sino sobre todo cómo partimos.
En otras palabras: no basta con encontrar el camino de la iglesia. Lo esencial es encontrar el camino después de haber ido a la iglesia. No basta con celebrar la Navidad. Lo que cuenta es cómo salimos de ella.
Puede ser fácil acudir a la cita. Pero lo decisivo es ver si, después del encuentro, sabemos forjar «de las espadas arados, de las lanzas podaderas». Si hemos perdido la costumbre de apuntar las armas contra los enemigos. Si hemos puesto freno a nuestra lengua. Más todavía, si hemos logrado borrar de nuestro vocabulario la palabra «guerra» y el término «enemigo».
A. Pronzato

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