26 septiembre 2015

Estoy perdiendo el pelo, pero no el vicio de escandalizarme

Espectáculo escalofriante
«¡Qué carnicería!», ha comentado, con un aire un poco desdeñoso, el incorregible Santiago. En realidad, eran manos y pies cortados, ojos sacados, cuerpos desmembrados. Como si fuera poco, también algún ahogado, que se dejaba tragar por las aguas con el lastre de una piedra de molino encajada en el cuello. Un espectáculo decididamente horripilante, espantoso, hay que admitirlo. Más bien insólito en una iglesia.
Lo malo es que hoy no corremos ciertamente el riesgo de asistir a escenas tan espantosas, provocadas por el deseo de evitar el escándalo y de perder la entrada en el Reino. ¡Lejos de esas dolorosas y humillantes mutilaciones (a las descritas en el evangelio, se podrían añadir otras, que también alguno ha experimentado)!
En nuestro tiempo, para no escandalizarnos, ni siquiera somos capaces de bajar la mirada ante a un cartel publicitario desvergonzado. No estamos dispuestos a apagar el televisor cuando aparece un espectáculo vulgar, lo que sucede cada vez con más frecuencia («somos adultos y estamos vacunados…». Desgraciadamente). No renunciamos a comprar la revista que se presenta con una cubierta (o «descubierta») más descarada de lo acostumbrado.
Ni siquiera se nos pasa por la cabeza la idea de echar a la bolsa de la basura ese disco, «el más vendido», que exhibe un lenguaje desvergonzado. Nos falta hasta el coraje de no reír escuchando un chiste rico (es un decir) de dobles sentidos groseros. En una palabra, ya no nos escandalizamos de nada.

En cuanto a evitar el escándalo de los pequeños, bueno, no bromeemos. Los niños saben más que los adultos. Están más despabilados de lo que creemos. Su repertorio de palabrotas es infinito. Por tanto, dejemos estar, por favor, las «piedras de molino», además ya no sabe uno dónde encontrarlas, son objetos de anticuariado; y también los molinos están desapareciendo de la circulación.
Ganar el Reino sin excesivas pérdidas
Pretendemos entrar en el Reino sin demasiados daños, con pérdidas limitadas. En efecto, en buena forma. Y si fuese posible, también con la cartera llena: Santiago dice que no, pero nunca se sabe…
Y luego las manos nos sirven para contar los billetes. Los ojos para leer los resultados de la bolsa. Los pies para dar algún puntapié a quien se atreva a meternos palos en la rueda del éxito, y para ponernos los zapatos de una buena marca. Después nos anudamos al cuello corbatas de firma. Hacemos ciertamente zambullidas en el mar, pero con el atuendo de pesca submarina, que es un hermoso deporte.
En cuanto a Santiago apóstol, hay que reconocer que no tiene pelos en la lengua, pero en asunto de dinero no está, obviamente, al día. Hoy el dinero ya no se esconde bajo el colchón o el ladrillo. Se invierte en títulos y así, lejos de que se pudran, regalan óptimos dividendos, siempre que uno sepa cómo están las cosas y tenga ojo y olfato para ciertas operaciones, pues de otro modo se reciben golpes que dejan señal…
Librar títulos de bolsa quizás no garantice la entrada en el más allá (lo más tarde posible), pero seguramente procura un discreto goce aquí, en el más acá.
En lo que se refiere a la herrumbre que corroe la plata y otros metales preciosos, el progreso nos ha facilitado remedios muy eficaces. Además, algunos curas, que comprenden nuestros problemas, porque ellos también tienen que afrontarlos (y se las arreglan muy bien, hay que reconocerlo), nos sugieren una antiherrumbre milagrosa: basta una rociada de agua bendita, o también largar una oferta generosa para sus obras… Y ellos, como he dicho, entienden de estas cosas. En el campo de los negocios hay curas, frailes y prelados que ciertamente no necesitan aprender de nosotros.
Así habló nuestro párroco. Quien ha añadido algunas consideraciones interesantes acerca de esos dos tipos (primera lectura) a quienes se les negaba la autorización para profetizar porque no se habían presentado con puntualidad a la cita para la investidura (¿no será que se durmieron?), y de aquel otro que echaba demonios aunque no era «de los nuestros».
Ha hablado, naturalmente, de pueblo profético, y ha puesto en guardia contra el peligro de sectarismo, de intolerancia, de fanatismo que amenazan a la Iglesia y a ciertos «movimientos».
No ha olvidado desear una recuperación del «soplo profético» por parte de la esposa de Cristo, en la que con frecuencia tiende a prevalecer el aspecto institucional. Muy bien dicho. 
Cuestiones no aclaradas
Yo, sin embargo, tenía en reserva algunas cuestiones que me hubiera gustado aclarar. Aludo a ellas.
1. «El que no está contra nosotros está a favor nuestro». ¿Por qué, entonces, se tiende a celebrar sólo nuestras empresas (y algunas son empresas por las que habría que pedir perdón, más que magnificarlas), y a minimizar o devaluar lo que hacen los otros? ¿por qué una obra para ser buena, debe llevar nuestra marca de fábrica o el certificado de denominación de origen?
2. «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta!». Estoy convencido de que, si fuese posible penetrar en el ánimo de los responsables del pueblo de Dios, leeríamos en ellos este comentario alarmado: «Sería un buen desastre…».
Preguntas mías: ¿por qué cuando alguno arriesga una crítica dentro de la Iglesia, inmediatamente se levantan autorizadas (y serviciales) voces polémicas que lo acallan ásperamente acusándolo de ignorancia o de «hacer el juego a los enemigos»? ¿por qué se la toman siempre y exclusivamente contra la prensa «laica», y no van a descubrir las tonterías sembradas aquí y allá en los periódicos, periodiquillos, y en la radio de nuestra casa?
La profecía está bien. A condición de que no rompa los huevos de nuestra cesta, de que reciba la autorización previa, y no estorbe al maniobrero y a sus acólitos. Esto es, que no sea verdadera profecía, sino pariente íntima (o hija secreta) de la adulación, o que toque campos que no nos afecten.
3. «Ahora, vosotros, los ricos…». Tengo la impresión de que las invectivas de Santiago, hoy, nadie se atreve a reproponerlas, ni siquiera en forma actualizada y con las esquinas debidamente redondeadas.
Alguno parece haber corregido esas expresiones candentes por: «¡Vamos a arreglárnoslas entre nosotros, los ricos!… Ahora han caído los muros, podemos encontrar un terreno común de entendimiento, ventajoso para las dos partes… Reconozcamos que ya no es el caso de demonizar el dinero. Vosotros continuad con vuestros negocios, como es justo, y salváis el alma, y nosotros sacamos algún beneficio para nuestras iniciativas benéficas…».
También respecto al candente tema de la injusticia, no faltan palabras tranquilizadoras: «Los obreros ya están hasta demasiado tutelados por las organizaciones sindicales, no es el caso de que la Iglesia quite a otros el puesto e intervenga en campos que no le competen… Si luego hay algunas cabezas calientes que insisten en tronar contra supuestas injusticias, torturas, violencias, prevaricaciones del poder, nosotros nos preocupamos de aislarlas, siempre que no vayan a buscarse una bala que les acalle para siempre… A cambio de nuestros silencios cómplices y de nuestras bendiciones, basta que el poderoso o el prepotente nos asegure alguna ventaja para la religión, por la que él además tiene tanto interés». Y hay que preguntarse: ¿qué religión?
4. También tendría algo que decir a propósito de los escándalos que provienen de hombres de Iglesia. No me refiero a esos de los que siempre se habla o se murmura, y que circulan alrededor del mundo femenino y sus aledaños. Son otros los escándalos que me hieren y me indignan. Se refieren a las fornicaciones con el dinero y con el poder. Estas son las «porquerías» que me escandalizan.
Afectan también a ciertas promociones y ciertas carreras que me dejan aterrado. Dan ganas de preguntarse: ¿quién, cómo, y gracias a quién?
¿Qué disimulan los responsables de semejantes escándalos que, por lo que parece, en la Iglesia casi no impresionan a nadie?
Estoy cierto de que, si plantease a nuestro párroco estas cuestiones, no digo que me aprobara, pero seguramente no me consideraría un invasor a quien exorcizar. A lo más me diría: «¡Sé bueno!…». Que siempre es una recomendación oportuna, con tal de que no quiera decir con eso: «¡Cierra el pico!».
A. Pronzato

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