30 agosto 2015

Domingo XXII de Tiempo Ordinario de Pedro Sáez

Hemos escuchado estos últimos domingos el gran plan de Dios sobre nosotros. El pasado nos preguntaba Jesús si le creemos y le seguimos o le abandonamos. Una cosa nos dijo: que no bajaría la grandeza del contenido de sus enseñanzas. Hoy nos hace una advertencia: tampoco lo toquéis vosotros. 
Los tres textos correspondientes a la celebración insisten en la misma idea y con la misma fuerza: NO ALTERAR LAS ENSEÑANZAS REVELADAS
Yahvé “No añadáis nada a lo que os mando” [(Antiguo Testamento (Deuteronomio 4, 1-2. 6-8)] 
Jesús: “No os aferréis a la tradición de los hombres dejando a un lado el mandamiento de Dios”. [Nuevo Testamento Marcos (7, 1-8. 14-15. 21-23)] 
Magisterio Apostólico. “Llevad a la práctica la palabra” [Santiago (1, 17-18. 21b-22. 27)]
Esto no quiere decir que debamos defender un inmovilismo anquilosante de la revelación como si ella no fuera susceptible de esclarecimiento a lo largo de la historia como todo cuanto se realiza en ella. 
Es inevitable que la exposición y comprensión de la Revelación se vean afectadas por los distintos contextos históricos en los que se realiza y en los que se interpreta. Somos hijos de nuestro tiempo, y, en parte, hasta consecuencia de él. Ya Ortega y Gasset decía que el hombre es él y su circunstancia. Así es y así será siempre. El hombre es un ser histórico y en consecuencia todo lo que le afecta.

Esta cuestión ha dado lugar a dos posturas extremas. Una cabría denominarla “Fijismo o conservadurismo a ultranza”. La de aquellos que no admiten ninguna evolución en el contenido de la Revelación. Todo lo ya dicho es perfecto e intocable. La otra, la de los “Camaleones” que piensan que la revelación debe acomodarse miméticamente a las situaciones históricas del momento sin un contenido básico inmutable. Al margen de ambas hay una tercera, que no es propiamente intermedia, más adecuada al carácter histórico de todo saber, que se podría denominar con todo derecho de “aperturista” ( el Concilio Vaticano II la denominó de “Aggiornamento.
Esta línea quedó abierta con las Encíclicas “Humani Génesis” y “Divino Afflante Spiritu”, ya de Pio XII, y más recientemente con la Exhortación “Evangelii Gaudium” del Papa Francisco que, por cierto, es el actual Vicario de Cristo en la Tierra. 
En este último documento el Papa “nos invita a una nueva etapa evangelizadora e indica los caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años” (nº. 1). En orden a su más correcta valoración recordemos que no es un escrito cualquiera sino un programa cuyo cumplimiento pide a todos los cristianos, empezando por los Obispos. 
“Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual. (nº. 27)
Insiste poco después: “Los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina cristiana una cosa es la substancia (…) y otra la manera de formular su expresión”(41). Cita el discurso de Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II. 
En conformidad con esta idea del “Desvelamiento progresivo de los contenidos del Dogma” deberíamos esforzarnos por actualizar nuestra religiosidad a fin de que estuviera más capacitada para la evangelización del presente y futuro, que anclada en el pasado, como si el hombre y su circunstancia no variasen lo más mínimo a lo largo de los tiempos. 
Un paso adecuado en ese “Aggiornamento” sería favorecer el transito de una religiosidad más bien basada en el Dios del Antiguo Testamento, todavía muy vigente en la actualidad a pesar del Concilio Vaticano II, a otra más conforme con el Dios revelado por Jesús de Nazaret. De una religiosidad más bien basada en la lejanía de Dios concebido como un ser omnipotente, al que se implora como divina majestad para que mire con compasión a sus indignos siervos librándolos de la condenación eterna y cuya máxima sería: “dichosos los que temen al Señor” a otra que buscaría la cercanía de un Dios que, sin perder ninguno de los atributos Divinos, ante todo quiere presentarse como un Padre que nos mira con amor, nos ayuda en nuestras debilidades y desea tenernos junto a Él en su eterna mansión del cielo. Su lema sería: dichosos los que aman a Dios.
Este es un tema que requiere más tiempo. Por eso (D.M.) volveremos sobre él ampliamente en las Eucaristías de octubre. 
Pidamos luz a Dios para que sepamos movernos dentro de un cristianismo actualizado y siempre de la mano de aquel que, como legítimo sucesor de Pedro, dirija la nave de la Iglesia. Amén.
Pedro Saez

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