31 julio 2015

HOMILÍA IGNACIO DE LOYOLA

Cerramos el mes de julio con la memoria de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. La vida de este hombre insigne es muy conocida. Como toda vida humana, también ésta se presta a muchas interpretaciones. Hay quienes ven en Ignacio un vasco por los cuatro costados y hacen de él un icono de la identidad vasca. Hay otros que acentúan su condición militar y, desde ella, interpretan su sentido combativo de la vida y sus dotes organizadoras. Para algunos, Ignacio es un precursor de Freud, un fino conocedor de los “fondos oscuros” del alma humana. Para otros, es una personalidad un poco siniestra, marcada por los sinsabores y los fracasos.
La memoria litúrgica se fija en lo esencial: Ignacio de Loyola fue, en medio de sus contradicciones y límites, un “amigo de Jesús” que se sintió llamado a formar parte de su compañía junto con otros amigos. O, dicho desde el evangelio de hoy, alguien que se sintió atraído por el “tesoro escondido” del evangelio y fue capaz de vender todo para comprarlo.
Esta atracción estuvo muy ligada a la mediación de los santos. Cuando se encontraba retirado en su caserío vasco, restableciéndose después de las heridas sufridas en Pamplona, experimentó el tirón de los que antes que él habían encontrado el tesoro. Él quería matar el mucho tiempo libre leyendo novelas de caballería y, sin embargo, se encontró mirando a los ojos de Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, y de otros santos. Y, sin saber por qué, quiso ser como ellos. No se sintió atraído por los “valores” del evangelio -como nos gusta decir hoy abusando del lenguaje abstracto- sino por las personas que habían hecho vida esos valores.
A menudo he pensado que necesitamos convivir más con los santos, con personas de carne y hueso, limitadas, que hayan vivido a fondo la atracción de Jesús. Nos iluminan ciertamente figuras como Francisco, Clara, Domingo, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Antonio María Claret, Rosa de Lima, pero hay algo que estas figuras no pueden darnos: el perfil de la santidad en las sociedades del tercer milenio. Ellos nos enseñaron a vivir el evangelio cuando no había luz eléctrica ni aviones ni ordenadores. Sus formas nos son muy conocidas a través de la tradición ascética. Pero, ¿dónde están los santos posteriores al Vaticano II? ¿Cómo se puede descubrir el tesoro escondido en una ciudad asediada por el ruido de los coches? ¿O en un barrio marginal sin alcantarillas y con muchos niños desnutridos?

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