Ciclo B: Mc 11, 1-10
San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, orat 2: PG 70, 967-970)
Mirad al Rey justo
Mirad: un rey reinará con justicia y sus jefes gobernarán según derecho. El Verbo, Unigénito de Dios, era el Rey universal juntamente con Dios Padre y, al venir, se sometió toda criatura visible e invisible. Y si bien el hombre terreno, alejándose y desvinculándose de su reino, hizo poco caso de sus mandatos hasta el punto de dejarse enredar por la tiránica mano del diablo con los lazos del pecado, él, administrador y dispensador de toda justicia, nuevamente volvió a someterle a su yugo. Los caminos del Señor son efectivamente rectos.
Llamamos caminos de Cristo a los oráculos evangélicos, por medio de los cuales, atentos a todo tipo de virtud y ornando nuestras cabezas con las insignias de la piedad, conseguimos el premio de nuestra vocación celestial. Rectos son realmente estos caminos, sin curva o perversidad alguna: los llamaríamos rectos y transitables. Está efectivamente escrito: La senda del justo es recta, tú allanas el sendero del justo. Pues la senda de la ley es áspera, serpentea entre símbolos y figuras y es de una intolerable dificultad. En cambio, el camino de los oráculos evangélicos es llano, sin absolutamente nada de áspero o escabroso.
Así, pues, los caminos de Cristo son rectos. El ha edificado la ciudad santa, esto es, la Iglesia, en la que él mismo ha establecido su morada. El, en efecto, habita en los santos y nosotros nos hemos convertido en templos de Dios vivo, pues, por la participación del Espíritu Santo, tenemos a Cristo dentro de nosotros. Fundó, pues, la Iglesia y él es el cimiento sobre el que también nosotros, como piedras suntuosas y preciosas, nos vamos integrando en la construcción del templo santo, para ser morada de Dios, por el Espíritu.
Absolutamente inconmovible es la Iglesia que tiene a Cristo por fundamento y base inamovible. Mirad -dice–, yo coloco en Sión una piedra probada, angular, preciosa, de cimiento: «quien se apoya no vacila». Así que, una vez fundada la Iglesia, él mismo cambió la suerte de su pueblo. Y a nosotros, derribado por tierra el tirano, nos salvó y liberó del pecado y nos sometió a su yugo, y no precisamente pagándole un precio o a base de regalos. Claramente lo dice uno de sus discípulos:Nos rescataron de ese proceder inútil recibido de nuestros padres: no con bienes efímeros, con oro y plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Dio por nosotros su propia sangre: por tanto no nos pertenecemos, sino que somos del que nos compró y nos salvó.
Con razón, pues, todos cuantos conculcan la recta norma de la verdadera fe, se ven acusados por boca de los santos como negadores del Dios que los ha redimido.
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