12 diciembre 2014

Viernes II de Adviento

¡ENTRAD EN EL JUEGO!

Isaías 48, 17-19. El capítulo 48 alterna oráculos de salvación con palabras de censura. Con excesiva frecuencia, Israel se apartó de Yahvé en detrimento de su propia felicidad, pues su salvación estaba en obedecer las instrucciones divinas. Si obedecía, disfrutaría de una paz duradera, y su descendencia sería tan numerosa como las arenas de la playa. Así se lo había prometido Yahvé a Abraham.
El salmo 1 se presenta como la paráfrasis de un antiguo canto de felicitación (Cfr. E. Lipinski). El sacerdote que recibía en el templo a un fiel llegado para dar gracias, le felicitaba diciendo: «¡Dichoso el hombre que confía en Yahvé!». Con posterioridad, el poema fue refundido por un escriba que lo convirtió en un salmo sapiencial, introduciendo en él la antítesis clásica de los «dos caminos».

Mateo 11, 16-19. ¡Nada nuevo hay bajo el sol! La generación de Jesús, lo mismo que las que la precedieron, ignora la obra de Dios. Al hablar de la salvación escatológica, el profeta Zacarías había dicho que las plazas de la ciudad se llenarían de muchachos y muchachas que jugarían en ellas (8, 5). Pero, en realidad, la generación de Jesús rehusa entrar en el juego y no se asocia a la alegría del Esposo, como tampoco aprueba la ascesis del Bautista. Si hay muchachos en la plaza, ponen mala cara, como chiquillos traviesos que son. Por un lado, se toca la flauta para la boda, y a los muchachos les da por no bailar; por otro, se celebran los ritos fúnebres, y las muchachas permanecen mudas. Pero ¿qué importa? La sabiduría divina se manifestará en las obras de Jesús.
A cada día le basta su inquietud. Hoy duelo; mañana boda. No se puede bailar de la mañana a la noche; hay un tiempo para tocar la flauta y un tiempo para darse golpes de pecho. Un tiempo para el profeta del desierto y un tiempo para beber el vino de la fiesta. Cada día es una invitación de Dios, y su palabra es lo bastante rica para alimentar las horas de las lágrimas y las horas del baile. Pero, debido a nuestro invencible espíritu de contra- dicción, lo perdemos todo…
¿Qué es lo que ocurre? A Juan Bautista le acusan de poseso por vivir como un asceta; y al Hijo del hombre le acusan de comilón por sentarse a la mesa con publícanos. A tal obispo se le tilda de comunista por solidarizarse con la miseria de los abandonados, y al otro de místico soñador por afirmar la primacía de la oración. ¿Qué es lo que ocurre, sino que no intentamos librarnos de nuestras ideas preconcebidas? Deberíamos contar con «el que viene», y de entrada encontramos mil pretextos para rechazar su llamamiento. ¡No queremos que nos guíen!
El niño que pone mala cara reniega de su alma de niño… ¿Y si todos nosotros no fuéramos más que unos chiquillos traviesos, emperrados en nuestros enfurruñamientos de adultos? ¡Dichoso el hombre que entra en el juego! En el momento mismo en que conozca la pasión de vivir la aventura, conocerá, más allá de sus confortables seguridades, el fuerte viento del Dios que viene.
Evidentemente, tú eres, Señor, el que debe venir.
Nosotros te hemos buscado donde no estabas,
pues queríamos otros signos.
Pero hoy ya sabemos
que es tu palabra la que nos arrastra
cada vez que nos perturba

y nos llama a la aventura siempre nueva
que sólo acabará con el fin de los tiempos.

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