Julio César Rioja, cmf
Queridos hermanos:
Hace unos años, un domingo en todas las Iglesias se leía este mismo evangelio. Unos quince días antes se había producido un atentado de ETA. A la salida de las parroquias se realizó una encuesta para un programa de televisión, la pregunta era esta: ¿Perdonaría usted a los asesinos de ETA? Hubo nada menos que 27.014 respuestas. De ellas 25.477 respondieron que no. Sólo 1.537 se apuntaban al perdón. La encuesta no era muy científica, pero hacía temblar. Siendo el sentimiento de perdón tan nuclear al cristianismo y después de haber escuchado este evangelio hace unos minutos, algo no casaba entre lo que se leía y lo que se pensaba. A diario, incluso, rezamos en el Padrenuestro “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Otra vez Pedro, pregunta a Jesús: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?”. Parece que con él diríamos todos: pero supongo que esto tiene un límite, ¿verdad? Jesús postula un perdón ilimitado (setenta veces siete), siempre. Con la parábola que sigue nos hace descubrir que el perdón no solamente supone una actitud en quien perdona sino también en quien es perdonado. El empleado no supo hacer con los otros lo que se había hecho con él. La conclusión es clara: si nosotros no somos capaces de perdonar a nuestros hermanos, tampoco Dios puede perdonarnos. Dicho de otra manera, el problema no radica en el perdón de Dios, su amor es ilimitado, sino en la reconciliación con nuestros hermanos.
En realidad, ¿con quién tenemos problemas a lo largo del día o de la semana? ¿Con Dios o con el prójimo? ¿Con quién nos enfadamos, a quién insultamos o estafamos, a quién tratamos mal, despreciamos, ignoramos, mentimos, sobornamos…? Podemos multiplicar los ejemplos y llegamos siempre a la misma conclusión: si nuestros conflictos son con los otros hombres, con ellos debemos arreglarnos y reconciliarnos. Por eso el perdón cristiano va más allá. Si bien es cierto que, el otro nos ha ofendido, con lo que demostró ser “peor que nosotros”, no menos cierto es que tal ofensa real, pone también de manifiesto hasta dónde llega nuestra real bondad de corazón. Quien se siente ofuscadamente ofendido y considera al otro como enemigo, demuestra que su corazón tiene una abundante cuota de “maldad” (No hablamos aquí de leyes, sino de las palabras del Maestro en la cruz: Perdónalos porque no saben lo que hacen).
Más que la palabra perdón deberíamos usar la palabra reconciliación (así se llama el sacramento), que implica un común esfuerzo por ambas partes para encontrar una fórmula de convivencia capaz de hacernos sentir nuevamente hermanos. El cristianismo no descarta, naturalmente, las relaciones del hombre con Dios, pero parte del supuesto de que lo importante para el hombre es saber convivir con los demás hombres, llegando a superar todas las barreras que separan a unos de otros. Desde el momento que hablamos de relación humana entendemos que por ambas partes debe darse el esfuerzo de superar los respectivos egoísmos que impiden que ambos se vean y se sientan como hermanos. En esto se manifiesta si amamos a Dios: en saber amar a nuestro prójimo. Cuidado, puede que a la salida nos pasen una encuesta.
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