22 mayo 2016

Festividad de la Trinidad

La expresión Trinidad es un concepto abstracto que han creado los teólogos en sus esfuerzos por expresar en nuestro lenguaje humano algo de lo que podemos percibir del misterio insondable de Dios. La utilización de esta expresión – expresión que por supuesto no hallamos en el Nuevo Testamento – se halla unida a un acercamiento filosófico concreto, que utiliza los conceptos filosóficos de persona y de naturaleza.
 Jesús no nos habla de la Trinidad. Nos habla de Dios. Nos dice que Dios es Padre, su Padre . Nos habla de Dios como Hijo. Él mismo es el Hijo predilecto del Padre. Nos habla del Espíritu de amor que es su Espíritu y el del Padre. Pero no eso todo. La revelación de lo que designamos con el nombre del “Misterio de la Trinidad” no es sin más la revelación de una verdad dogmática que quede expresada en la fórmula: “Hay tres Personas en Dios” – fórmula sumamente imperfecta de que echamos mano para expresar en nuestras palabras humanas el misterio inexpresable de la VIDA divina. En realidad Jesús nos dice mucho de la realidad de Dios en cuanto Padre, en cuanto Hijo y en cuanto Espíritu.

 Así, pues, el Padre del que nos habla no se caracteriza por un amor que nosotros, los occidentales, llamaríamos “platónico”. El Padre tiene sus preferidos. Ama de una manera especial a los pequeños, a los vulnerables, a aquéllos a los que la sociedad y las religiones no tienen en cuenta.
 El Hijo del que nos habla, es Dios mismo que se ha hecho carne y sangre para nosotros, capaz de amar con un corazón humano, de participar en un banquete de bodas en el que se ha bebido hasta que nada ha quedado para beber, de sufrir, de ser torturado y de perdonar. Se ha hecho uno de nosotros, y no para hablarnos simplemente de las realidades celestiales sino para enseñarnos a vivir en esta tierra como seres humanos.
 El Espíritu del que nos habla no es una realidad abstracta  que se halle lejos de nuestro mundo. Es la realidad más íntima de Dios y nuestra. Como Pablo nos dice en la segunda lectura de hoy, se ha difundido  en el corazón de cada uno de nosotros.
 Cuando les dice Jesús a sus discípulos que no pueden comprender aún en su totalidad lo que habría de comunicarles y que llegarán a conocer “en verdad” cuando se llegue a ellos y en ellos resida el Espíritu de verdad que los irá conduciendo a la verdad plena, les está indicando que la única vía del conocimiento es el amor. Lo cual se halla sin duda alguna en los antípodas de una larga tradición intelectual que ha pretendido acostumbrarnos a concebir una línea de separación bien neta entre la inteligencia como facultad del conocimiento y el corazón como facultad del amor. En realidad, sólo con el corazón se comprende.
 Yo puedo haber leído todo los libros que traten el tema de un país extranjero y saber cuanto de él se pueda saber; pero mientras no haya ido allá, no puedo decir que conozco ese país. De igual manera, puedo muy bien haber leído todas las biografías de una personalidad contemporánea célebre; pero mientras no haya tenido un encuentro con ella y no haya establecido una relación con ella, no puedo decir que la conozco. Y puedo haber leído todo tipo de libros de espiritualidad y de teología que me hablan de Dios; si no he establecido una relación personal de amor con Él, no puedo decir que Le conozco.
 Lo que revela Jesús  sus discípulos – y a cada uno de nosotros – en el Evangelio de hoy , es que tan sólo una mirada de amor puede darnos la posibilidad de conocer a Dios, y de conocer a quienes nos rodean, así como a las demás personas y los acontecimientos de  nuestro mundo.

Todas las personas con que cada día me encuentro son, lo mismo que soy yo, personas que tienen cualidades y defectos, aspectos agradables y aspectos molestos. No podré conocerlas en verdad más que si tengo  en mi corazón amor para con ellos (Sus aspectos de poca monta, podrán ser fácilmente soportados o se harán insoportables  conforme al hecho de que haya o no amor en mi corazón).

El desafío que a los Cristianos, a quienes hemos recibido el mensaje de Jesús, se nos hace, es el que nos dejemos invadir por el Espíritu de amor que hemos recibido de Dios, no sólo en nuestras  relaciones con las personas que más cercanas se hallan  – en la pareja, en la familia, en la comunidad monástica –  sino también que impregnemos de ese Espíritu nuestra lectura de las realidades políticas, económicas y sociales del mundo en que vivimos, sobre todo si, por su profesión y su vocación se ven precisadas a intervenir directamente en esos sectores de la vida de la humanidad.

Por ejemplo, las personas en paro, los inmigrantes, los ‘sin-papeles’, los minusválidos, los pobres serán vistos de manera muy diversa según se les considere fríamente desde el punto de vista del tecnócrata que trata de equilibrar el presupuesto nacional o con el “conocimiento” que puede tenerse cuando se acerca uno a ellos con el Espíritu de amor que se ha recibido del Padre de Jesús. Todas esas situaciones dramáticas, asimismo, que tantos millones de personas viven en la actualidad en Irak, en el Oriente Medio, en Darfur, pueden ser para nosotros meros sujetos respecto de los cuales nos informamos con curiosidad (y, qué duda cabe, con una pizca de emoción) leyendo la prensa, o constituyen  incluso el  objeto de cálculos geopolíticos; o se transforman en millones de personas, preferidas de Dios, si llegamos a conocerlas en el Espíritu de Dios.

Queremos orar en este día para que el Espíritu de Dios – el Espíritu de amor – invada el universo. Es el Único que puede detenerlo en su camino de autodestrucción.
A. Veilleux

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