12 septiembre 2013

Reflexión Lucas 15, 1-32

Los dos primeros versículos nos dan el contexto para el conjunto del pasaje. Publicanos y pecadores se acercan a escuchar a Jesús respondiendo a la invitación que él acaba de realizar en 14,35. Escuchar es para Lucas un signo de conversión (cf. 7,29). Jesús come con ellos mientras fariseos y escribas lo critican. En el mundo antiguo compartir la comida era un signo de unión espiritual. En esa situación Jesús cuenta tres parábolas, en las que las claves «perder» y «encontrar» juegan un papel fundamental, y que hay que entender como explicación de su comportamiento.
Las dos primeras son la parábola de la oveja perdida (vv. 3-7), con paralelo en Mt 18,12-14, y la de la moneda perdida (vv. 8-10), exclusiva de Lucas. Su estructura es la misma: la pérdida, la búsqueda hasta que se encuentra, la invitación a amigos y vecinos para festejarlo. En la primera el dueño es un varón y en la segunda una mujer, siguiendo una típica construcción lucana de agrupar ejemplos de varones y mujeres. Ambas parábolas concluyen señalando la correspondencia entre la alegría de la tierra y la que hay en el cielo por la conversión de un pecador. Esta nota sobre la conversión es propia de Lucas para quien la conversión es un tema central tanto en el evangelio (3,3.8; 5,32; 24,47) como en los Hechos (5,31; 11,18, etc.).
La tercera parábola es la historia de un padre y dos hijos, propia de Lucas (vv. 11-32). Conocida habitualmente como «el hijo pródigo» quizás deba ser llamada «el padre bueno», pues el padre es el auténtico protagonista. Podemos distinguir dos pequeñas escenas, cada una dedicada a un hijo (vv. 11-24 y 25-32). La primera se inicia con la petición del hijo menor de su parte de la herencia. El padre se la reparte a los dos hermanos y el pequeño emigra. Tras gastarlo todo – no se especifica cómo, frente a lo que el hermano mayor dirá luego – se ve reducido a cuidar cerdos, grado sumo de alienación para un judío. Recapacita y decide regresar a su casa, reconocer su error delante de su padre y pedirle ser tratado como un jornalero. Sin embargo, antes de que llegue, su padre lo ve a lo lejos, se conmueve (como Jesús en 7,13 y el buen samaritano en 10,33), echa a correr y besa y abraza a su hijo. Sin dejarle terminar su discurso, le restituye en su lugar de hijo con el vestido, el anillo y la fiesta, porque ha encontrado a su hijo perdido.
La segunda escena arranca con la llegada del campo del hijo mayor. Enterado de lo ocurrido, se niega a entrar, pero el padre sale al encuentro de su hijo y le pide que entre. Con esta acción de dejar la fiesta y los invitados, como la anterior de perder la compostura y echar a correr, el padre está rompiendo los códigos sociales al uso. Se sale del patrón establecido de lo que se supone que debe hacer un padre para ir al encuentro de sus dos hijos. En contraste, la respuesta del hijo nos deja su retrato: hace años que le sirve, es decir, se siente menos que un trabajador contratado; no ha desobedecido nunca, o sea, no necesita cambiar; se queja de no haber celebrado con sus amigos, es decir, excluye a su padre; y habla de «ese hijo tuyo», o sea, tampoco se siente hermano. La contestación del padre le recuerda que comparten los bienes (dado que efectivamente les repartió la herencia a los dos), y sobre todo su identidad de hijo y hermano que le debe hacer celebrar. En definitiva y volviendo a los versículos iniciales, Jesús se comporta como lo hace porque ese comportamiento alegra a su Padre del cielo. Se sale de los caminos marcados para ir al encuentro de quien tiene necesidad, que es la prioridad para Dios.
Pablo Alonso Vicente, S.J.

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