14 mayo 2022

Misa del domingo 15 de mayo 2022

 Cuando la noche de la última Cena Judas abandona el cenáculo para consumar su traición, el Señor Jesús dice a sus discípulos que «Dios ha sido glorificado en Él» (Evangelio). ¿De qué modo ha sido Dios glorificado por Cristo, su Hijo? Por su plena y total obediencia al Plan del Padre, llevando a pleno cumplimiento la misión reconciliadora a Él confiada: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17, 4).

Cristo con su perfecta y amorosa obediencia ha vuelto a hacer todo nuevo (2da. lectura), ha venido a reconstruir lo que Adán por su desobediencia había destruido, ha venido a reconciliar las rupturas que Adán por su pecado había introducido en el corazón humano: ruptura con Dios, consigo mismo, con los hermanos humanos y con la creación entera. Gracias a que Dios ha sido glorificado por la obediencia de Cristo, todo ser humano puede en Cristo alcanzar su máxima grandeza y la plenitud de su ser.

Al mirar a Cristo todo hombre o mujer entienden que dar gloria a Dios consiste ante todo en realizar en sí el proyecto divino que el Padre, en su infinito amor y sabiduría, tiene pensado para cada cual. «La gloria de Dios —enseñaba San Ireneo— es el hombre vivo» (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 294). La persona humana da gloria a Dios cuando alcanza la plenitud de la vida humana, que consiste en participar de la misma vida y plenitud divina (ver 2 Pe 1, 4). Es por la amorosa obediencia al Plan de Dios como la criatura humana alcanza su realización, y con ello su verdadera dicha y felicidad.

«También Dios lo glorificará en sí mismo: y lo hará muy pronto», dice asimismo el Señor Jesús. Dios glorificó a su Hijo por su fiel obediencia. No sería una glorificación como la esperaban los discípulos. No era un revestir a su Hijo de un poder y una gloria humana lo que el Padre tenía pensado, con el fin de instaurar un mesianismo terreno y un dominio político sobre los demás pueblos y naciones de la tierra (ver Hech 1, 6). Dios, en cambio, glorifica a su Hijo por la Resurrección, haciéndole vencedor sobre el poder del pecado y de la muerte. Dios glorifica a su Hijo exaltándolo y otorgándole «el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11; ver Catecismo de la Iglesia Católica, 434).

Aquella misma noche, faltando ya poco para entregar su vida en el Altar de la Cruz, el Señor Jesús con la fuerza de un testamento espiritual encarga a sus Apóstoles “su” mandamiento: «que se amen unos a otros; como yo los he amado». Este mandamiento resume todo lo que Él ha venido a enseñar. Cumplir con ese mandamiento está por encima de todo. Nada hay más importante que amar como Cristo mismo (ver 1 Cor 13, 1ss).

¿De qué amor se trata? En griego se expresa con la palabra agape y en latín caritas. Este amor, llamado también caridad, es un impulso interior que busca el bien máximo del otro, sea físico, psicológico o espiritual. Quiere que el otro llegue a ser lo que está llamado a ser. Encuentra su fuente en Dios, que es amor (ver 1 Jn 4, 8.16). Dios crea al ser humano por sobreabundancia de amor, capaz de amar como Él, para participar de su misma comunión divina de amor. La vocación más profunda de todo ser humano es ese amor. El pecado es una negación del auténtico amor, es un rechazo de Dios y una negación de sí mismo. Dios Padre, fiel a su amor, por amor entregó a su Hijo para reconciliar a los pecadores y hacerlos nuevamente partícipes de su naturaleza divina (ver 1 Jn 4, 9-10). Es el mismo amor con que Cristo, Dios hecho hombre, ha amado al Padre y a todo ser humano, por quienes se ha entregado en el Altar de la Cruz, amando a los suyos hasta el extremo (ver Jn 13, 1). Este amor es también el amor del Espíritu Santo. Él es la Persona-amor que derrama ese amor en los corazones de los cristianos (ver Rom 5, 5), transformando los corazones endurecidos por el pecado en corazones de carne (ver Ez 36, 26-27) capaces de amar como Cristo mismo, capaces de cumplir su mandamiento. El creyente puede llegar a amar como Cristo mismo, porque Dios da ese amor a quien libremente lo acoge.

Si de este modo nos ha amado Dios, dice San Juan, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros (ver 1 Jn 4, 11-18). El mutuo amor vivido entre cristianos aspira a ser un nítido reflejo del amor que se vive en la Trinidad: mutuo don y acogida de las Personas divinas. De allí deriva la comunión. Quien ama a los hermanos humanos con el mismo amor del Señor Jesús se introduce en esta nueva dinámica de amor inaugurada por el Señor Jesús y participa ya de la Comunión divina de amor. Asimismo, experimenta que el amor en él llega a su plenitud.

Este amor es el fundamento y germen del Reino nuevo que Cristo ha venido a inaugurar. Es este amor el que todo lo hace nuevo e inaugura ya en esta tierra un pueblo nuevo, una comunidad de personas que ha de distinguirse ante todos por el amor que se tienen los unos a los otros. Este reino inaugurado por el Señor en la tierra aguarda su consumación en el cielo nuevo y la tierra nueva en los que Dios y los hombres vivirán en plena comunión (2da. lectura).

¿Pero por qué dice Jesús que este mandamiento es “nuevo”? ¿Dónde está la novedad, si el mandamiento del amor al prójimo ya existía en la Ley antigua? (ver Lev 19, 18). La novedad está en el modo de amar, la novedad está en amar como Cristo nos amó, es decir, en amar con su mismo amor. El Señor Jesús es modelo y fuente del amor que reconcilia y renueva al ser humano, del amor que hace de él una nueva criatura, del amor que se convertirá en el distintivo de sus discípulos: «En esto reconocerán todos que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan unos a otros».

El gozo de aquel que se ha encontrado con el Señor y se ha dejado tocar y transformar por su amor es anunciarlo a los demás. El encuentro con el Señor Resucitado transforma la propia existencia y mueve a dar testimonio de la vida nueva que Él ha traído, mueve al anuncio de Cristo y de su Evangelio, mueve a querer vivir el amor hasta el extremo, a querer servir a otros mediante la predicación de la Palabra, mediante el anuncio del Evangelio de la reconciliación (1ra. lectura). Haber sido alcanzados por Cristo compromete al anuncio, porque ese don es no sólo para uno, sino para toda la humanidad.

El anuncio de la Palabra del Señor, si quiere ser eficaz, ha de ir acompañado por el testimonio de la caridad. La conversión no depende únicamente de la predicación, sino del testimonio de una vida cristiana coherente, que aspira a vivir el amor de Cristo en todas sus dimensiones, que aspira a amar con sus mismos amores: al Padre en el Espíritu, a María su madre, y a todos los hermanos humanos.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«Ámense unos a otros; como yo los he amado». Este mandamiento del Señor no es algo ajeno a nosotros: responde a nuestra vocación más profunda, a nuestra vocación al amor. ¿Acaso no experimentamos en nosotros un deseo profundo de amar y de ser amados? ¿No buscamos de muchas maneras saciar esa hambre de amor? Sin amor, nuestra vida se torna gris, oscura, triste, peor aún, nuestra vida se vacía de sentido.

Yo necesito amar, sencillamente porque estoy hecho para amar, porque ésa es mi vocación más profunda. Y estoy hecho para amar porque vengo de Dios que es Amor, y porque Él ha puesto en mí esa capacidad y necesidad de amar para que pueda participar finalmente de su misma Comunión divina de Amor.

Por ello experimentamos que no hay cosa que más nos llene de paz, de gozo y felicidad que la experiencia del amor y de la comunión con Dios y con nuestros seres queridos. ¡Qué felices somos cuando amamos y cuando en correspondencia nos experimentamos amados! ¡Y qué desoladora y dolorosa puede resultar la experiencia de no ser amados por nadie, y cuánta amargura inunda el corazón vacío de amor! Por eso podemos afirmar que no somos islas en medio de un mar inmenso, pues no podemos alcanzar la felicidad si no es por la comunión de amor con otras personas semejantes a nosotros y con Dios. Sí, para amar y alcanzar la felicidad plena necesitamos no solamente de Dios sino que necesitamos también de los demás, porque así nos ha creado Dios: necesitados los unos de los otros. Por ello, para responder a nuestra vocación al amor es esencial abrirnos al amor del Señor Jesús, es esencial “amorizarnos”, llenarnos del amor de Cristo para entregarnos a la construcción de una sociedad más justa, fraterna y reconciliada, una verdadera civilización del amor.

Así, pues, hay que aprender a amar de Cristo y como Cristo. Él es el modelo por excelencia, la escuela concreta del verdadero amor. Él es el Maestro del amor humano llevado a su plenitud.

Pero Él no solamente es Maestro que enseña. Él es mucho más que eso. Es el Hijo del Padre, quien vive y refleja en sí mismo todo el amor que el Padre nos tiene (ver Jn 3, 16; 14, 9). Más aún, siendo Dios es el Amor mismo (ver 1 Jn 4, 8.16) y la fuente de todo amor humano auténtico. Por tanto, para amar verdaderamente, para responder a nuestra vocación al amor, hay que nutrirnos de su Amor. ¡Qué importante, si de verdad queremos ser felices, es abrirnos al amor de Cristo, es aprender a amar de Cristo, es amar como Cristo! Para ello es esencial aprender a conocer más al Señor mediante la lectura y meditación asidua de su palabra, mediante la oración perseverante, mediante la participación activa en la Eucaristía de los Domingos, mediante la confesión frecuente.

El amor cristiano aprendido en la escuela del Corazón del Señor Jesús se vive en el día a día, en lo concreto. No es tan sólo un sentimiento. Es compromiso con el otro para ayudarlo a responder a su vocación a ser persona humana, es donación de sí y acogida del otro, es diálogo, es solidaridad, es caridad, es esfuerzo por construir la comunión especialmente con aquellos que son de Cristo.

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