21 diciembre 2015

Pórtico de Navidad

No es fácil hablar hoy pastoralmente de Navidad pues esta esta se ha convertido en la orgía del consumo y en marketing. La dimensión evangélica de Navidad ha quedado secuestrada por la sociedad del mercado neoliberal. Los símbolos navideños (pesebre, villancicos…) ahora son manipulados como propaganda comercial. También la familia es utilizada para convertir la Navidad en una esta idílica y sentimental en torno a una mesa bien abastecida.
La Iglesia primitiva cristianizó la fecha pagana del 25 de diciembre que era la esta del solsticio del invierno y la celebración del Sol invicto y puso en su lugar la esta del nacimiento de Jesús, verdadero sol y luz del mundo (Lc 1,78; Jn 8,12). Hoy parece que, en revancha, la sociedad paganiza la Navidad, manteniendo la apariencia de esta cristiana. La iluminación de las ciudades es más comercial que evangélica.
Tampoco la teología tradicional ni el lenguaje litúrgico ayudan mucho a enfocar pastoralmente la Navidad. ¿Qué entiende el pueblo común cuando se habla de unión hipostática, del maravilloso y sagrado intercambio entre Dios y la humanidad, de sacramento de salvación, de la encarnación del Logos, de epi- fanía, de divinización…? ¿Cómo romper este cerco en el que ha quedado aprisionada la Navidad?

Volvamos al relato evangélico de Navidad, con- templemos el pesebre que desde el tiempo de Francisco de Asís se prepara en los templos y en las familias: un niño nace en un rincón de Palestina, su madre lo acuesta en un pesebre, pues no hay sitio para ellos en el albergue. Su nacimiento se anuncia a los pastores que muchas veces, por robar ganado, eran considerados maleantes y antisociales, símbolo de los “nadies”. Y este niño es proclamado Salvador y Señor (Lc 2,6-11). Es el Dios con nosotros, es hecho “nosotros”, hecho niño, el Niño Jesús.
Se invierte el concepto de Dios y de humanidad. El Dios omnipotente, inmutable, eterno, inmortal e invisible se convierte en un niño envuelto en pañales, que llora pero no habla. También se invierte la imagen de la humanidad, pues desde el nacimiento de Jesús los valores supremos ya no son la riqueza y el poder sino la sencillez, la pequeñez y la bondad de los niños. El niño, marginado en Israel y en muchas culturas, se convierte ahora en el más importante (Lc 9,47), en el modelo del Reino, por su con anza, por su alegría y libertad (Mc 10, 13-15). Como dice Lutero, los niños no temen ni a los príncipes ni al Papa, ni a la muerte ni al demonio… Sus ángeles ven continuamente el rostro del Padre (Mt, 18, 10). Jesús se identi ca con ellos (Mc 9,37) y a ellos, los pequeñitos, los infantes sin voz (nepioi) el Padre ha revelado los misterios del Reino y Jesús exulta en el Espíritu bendiciendo por ello al Padre (Lc 10,21). En Belén se anticipa el mensaje de las bienaventuranzas.
Navidad es la irrupción de la novedad, de lo diferente, de lo alternativo: Dios se hace niño y los niños se convierten en el centro del Reino y de la historia. Frente al mundo del consumo egoísta, frente a un mundo triste e individualista, Navidad es la revelación de la gratuidad, de la misericordia, de la bondad y de la alegría del evangelio. Y esta novedad es tan fuerte que irradia su luz incluso en medio de la celebración pagana del solsticio del invierno: en Navidad todos deseamos ser mejores, volver a ser los niños que fuimos un día. La infancia es un misterio cuya plenitud última, como dice Rahner, es la liación divina.
El Niño Jesús no sólo nos revela el verdadero rostro del Padre sino que nos humaniza, nos revela cómo ser realmente hermanos y hermanas, personas humanas, como ser hijos e hijas del Padre. Este es el misterio de Navidad.
Nos ha nacido un niño, ¡venid, adorémosle… !
Víctor Codina, sj

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