20 diciembre 2015

Domingo IV de Adviento

El Nacimiento constituye un elemento importante en la celebración popular de la Navidad. Por todas partes – en las iglesias y en las casas privadas, en las tiendas, en los parques, etc., nos encontramos con Nacimientos. Los personajes principales de los mismos lo constituyen, por supuesto, José, María y Jesús, y el aspecto físico de los mismos queda determinado en general por la raza del artista o de quien haya fabricado las estatuillas. Normalmente se añaden los Pastores en la noche de Navidad y los Magos en la fiesta de Epifanía. Y nos encontramos además, cómo no, con el buey y el asno, y se añaden diversas decoraciones (estrella, lámparas centelleantes., etc) que se añaden con un gusto mejor o peor.
Si examinamos los detalles que nos ofrecen los Evangelistas, que nos hablan del nacimiento de Jesús, podemos comprobar que ninguno de los dos Evangelios que tratan el tema nos ofrece toda esa retahíla de detalles. Nuestros Nacimientos representan una reconstrucción de los hechos, a partir de los pocos detalles que nos ofrecen Lucas y Mateo.
Es menester que por otra parte no olvidemos que ni Lucas ni Mateo pretenden en manera alguna, en esos primeros capítulos de sus respectivos Evangelios, ofrecernos una descripción histórica de los acontecimientos que han rodeado los primeros momentos de la vida de Jesús. De hecho, tanto el uno como el otros nos enseñan ya lo que ha de constituir el elemento central de su Evangelio: la huida en seguimiento de Cristo, o la condición de discípulo.

La enseñanza de Jesús en el Evangelio de Lucas se concentra en el viaje desde Galilea hasta Jerusalén. Este viaje, aparte de ser un movimiento geográfico, es asimismo un tema teológico. A lo largo de este viaje les enseña Jesús a sus discípulos lo que ha de constituir su propio peregrinar humano: un camino hacia la gloria pasando por el sufrimiento. A uno que expresaba el deseo de seguirle, le diría: “Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58)
Según Lucas, Jesús ha comenzado su vida en la inseguridad, lejos de la casa de sus padres, en un pesebre. Todo lo cual es un símbolo de su rechazo por parte de los jefes del pueblo de Israel, que no tenían lugar alguno para él en su tradición. La trayectoria de la vida de Jesús comienza en el Evangelio de Lucas sin un sitio para él en el albergue y concluye sin un lugar para él en el corazón de su pueblo. La respuesta de Jesús a quien quiere seguirle expresa que la vulnerabilidad y la inseguridad constituyen una condición para llegar a ser ‘discípulo’, una apertura total a cuanto puede significar la obediencia a Jesucristo.
Lucas anticipa toda esta enseñanza en sus dos primeros capítulos. La primera expresión de todo ello lo constituye María, que es el modelo de todo discípulo que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica.. La narración de Lucas nos expresa la manera totalmente inesperada según la cual, en continuidad con el Antiguo Testamento, escoge Dios a una jovencita judía virgen de un pueblaco de Galilea. No hay que olvidar que la Galilea se encontraba en una provincia del Norte, y que constituía el objeto del desprecio de los Judíos más cultivados de Judea. Una de las razones de este desprecio se basaba en que esta región se hallaba habitada por numerosos Gentiles, de suerte que podía incluso ponerse en duda la pureza ritual de los Judíos que habitaban esa región.
Dios no visita únicamente a esa jovencita. En ella y por ella visita a su vez al resto de la humanidad. En el Antiguo Testamento, en el Libro segundo de Samuel (2 S 6, 2-11), damos con una descripción plena de colorido del traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén. El Arca, símbolo de la presencia de Dios, descansa en la casa de Obededón y se convierte en fuente de bendición para esta casa. David danza ante el Arca, Lucas vuelve a hacer suyos todos estos elementos en la narración del Evangelio que acabamos de escuchar, en su descripción de la visita de María a su prima Isabel. Como el Arca, emprende María un viaje que la conduce de Galilea a Judea, a través de las montañas de Samaria. Tiene lugar la misma manifestación de gozo, incluida la danza sagrada que realiza Juan el Bautista en el seno de su madre y que corresponde a la de David ante el Arca. Y la exclamación de Isabel en su saludo a María reproduce casi literalmente la de David cuando se halla ante el Arca.
María es la verdadera Arca de la Alianza, que comunica la presencia de Dios a cuantos ella visita. Pero todo esto se lleva a cabo dentro de una extrema sencillez y con un admirable toque de humanidad.
He ahí cuanto ha de penetrar en nuestro espíritu y en nuestro corazón cuando contemplamos un Nacimiento. El Nacimiento no ha de ser simplemente una expresión superficial más del espíritu festivo de la época, sino una evocación de que Dios se llega a nosotros para pedirnos que seamos discípulos suyos, y que el seguir en pos de Él implica la aceptación del desafío de la pequeñez, de la vulnerabilidad y de la inseguridad.
A. Veilleux

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