22 junio 2015

Dadnos algún signo interrogativo

Romper el hielo
Llovían las preguntas, las lecturas estaban sembradas de signos de interrogación. Tenía la impresión de un terreno minado, con las bombas que explotaban una detrás de otra. Yo añadía mis preguntas, que desgraciadamente tenían que permanecer mudas, sin la detonación, porque en la iglesia se impone el silenciador. Yo lo lamento con frecuencia, pero después me convenzo de que, si se concediera de verdad la posibilidad de preguntar al predicador, pocos se aprovecharían de ello, y la mayoría bufaría mirando al reloj.
Pienso en ciertas conferencias o afines. Al final el orador da la palabra a los oyentes (los pocos íntimos de siempre, salvo alguna excepción): «Y ahora, si tenéis alguna pregunta que hacerme sobre el tema, estoy a vuestra disposición para daros toda clase de explicaciones. Por otra parte, como habéis visto, el tema tratado se presta a ulteriores investigaciones y desarrollos… A ver, ¿quién se anima a tomar la palabra?…». Y mientras tanto él se sirve un poco de agua mineral en el vaso.
Sobre el auditorio cae una capa de silencio embarazoso, mientras todos agachan la cabeza, cohibidos y con miedo a plantear preguntas que están absolutamente ausentes de su cerebro.
«¿Todo claro?», insta el conferenciante, acercando los labios al vaso y escrutando a hurtadillas al público, para captar un signo imperceptible de interés. En realidad, la única cosa clara es que ya no se está habituado a dialogar, y el discurso se desarrolla siempre en dirección única, con las partes rígidamente fijadas: uno que habla y los otros que escuchan y al final, a lo mejor, aplauden. Y así sea.
El orador podría beberse tranquilamente la botella entera, si en un momento dado no se pusiese en pie, intrépido, el párroco: «Comienzo yo, para romper el hielo…».
A veces la cosa funciona, y algún trocito de hielo se derrite en tímidas preguntas, pero la mayor parte de las veces se plantean cuestiones banales, inocuas.
Preguntas con respuesta incorporada
El hecho es que no hemos sido educados para plantear preguntas verdaderas, incómodas, o se ha tenido cuidado para desacostumbrarnos. La discusión se considera un ejercicio de alto riesgo. El cura es visto por muchos como un suministrador de respuestas, ciertamente no como un suscitador de preguntas. El mismo se asigna ese papel, es más, interpreta resueltamente, por una especie de deformación profesional, un doble papel: ese del maestro sabio que pregunta y ese del discípulo que responde con seguridad, como primero de clase. Cuando lanza una pregunta, se puede estar seguros de que esa pregunta ya lleva la respuesta incorporada.
La mayor parte de las veces se trata de preguntas artificiales, falsas, a las que corresponden respuestas sabidas, ampliamente previsibles. Falsos problemas con la solución aneja prefabricada que no sirve para nadie.
Muchas veces he oído a predicadores que decían: «Y ahora me preguntaréis…». Puedo garantizar que ninguno de nosotros se planteaba ese problema, nadie hubiera soñado sugerir esa pregunta, extraña a nuestras exigencias. Las cuestiones eran muy distintas; si hubiéramos podido exponer las dudas, hubieran sido muy diferentes.
Daban ganas de protestar: «¿Quién te autoriza a interpretar nuestros interrogantes?».
Los curas no sólo se han atribuido el monopolio de las respuestas, sino que nos han confiscado también las preguntas. Ellos plantean nuestras preguntas, para tener la posibilidad de dar una respuesta segura —la que han aprendido en los libros— que cierre el discurso sin excesivo daño para el prestigio del maestro, habituado a encajar consensos más que a aceptar una confrontación real y leal con éxitos imprevisibles.
Un rostro dudoso, perplejo, desconfiado, según ellos, no va de acuerdo con la docilidad. Rompamos el hielo, pero que las aguas no se salgan del cauce…
He leído en un periódico que, hace un tiempo, al terminar una mega-reunión juvenil, algunos de los participantes (después se descubrió que se les había seleccionado con mucho cuidado) fueron autorizados a levantarse para plantear algunas preguntas directamente al papa, y que él con gusto respondería. Lo sorprendente estaba en el detalle de que, terminada la serie de preguntas —ciertamente no explosivas, más que nada salvas festivas, fuegos artificiales coloreados de retórica— el pontífice se ha limitado a responder después de que le pusieran delante un folio que seguramente no estaba en blanco… Señal evidente de que todo ya estaba preparado y concordado, para evitar cualquier pregunta impertinente.
No creo que el papa temiese ese tipo de preguntas no programadas. Probablemente la culpa era de los organizadores a quienes no gustaban los imprevistos que podrían aguar la fiesta.
Estoy convencido de que un verdadero educador de la fe —y no sólo de la fe— debe preocuparse de acostumbrar a los individuos a plantearse cuestiones, a confrontarse con problemas reales, frecuentar incertidumbres, no contentarse con soluciones prefabricadas, desconfiar tanto de las preguntas como de las respuestas preconfeccionadas.
Hay que preparar a los jóvenes a expresar, cuando llegue el caso, su desacuerdo; a decir, cuando llegue el caso, que están insatisfechos, que las cosas no son tan simples como se querría hacer creer.
Se ha dicho que todos son capaces de dar respuestas. Solamente el genio logra suscitar preguntas.
Finalmente el Señor se decide a responder..
Job no ha dudado en «embestir» a Dios con un torrente tumultuoso de preguntas. Y era una granizada de preguntas provocadoras, ásperas, ciertamente no convenidas, medidas, domesticadas.
Al final un desafío franco: «He ahí mi firma. Que el Omnipotente me responda». Y Dios, finalmente se decide a dar una respuesta rápida a las preguntas disparadas por aquel desgraciado que había perdido todo menos la palabra, y que continuaba protestando.
«El Señor habló a Job desde la tormenta…». Pero he ahí la sorpresa. Dios responde planteando una pregunta, es más, una serie impresionante de contrapreguntas (he ido a leerme enteros los capítulos 38 y 39, porque no me he conformado con las cuatro líneas leídas desde el ambón. Y me he topado con un verdadero abanico de preguntas a las que el pobre hombre se veía incitado a responder).
«¿Quién es ese» que pretende discutir con Dios «con palabras sin sentido?». Y «¿dónde estabas tú cuando afiancé la tierra?… ¿Quién cerró el mar con una puerta?…». Luego Dios responde arremetiendo contra Job, acosándolo con una sarta de preguntas.
Parece que se invierten los papeles. Estamos habituados a pensar que Dios tiene obligación de dar respuestas claras, definitivas a nuestras preguntas. Y, sin embargo, descubrimos que es él quien exige de nosotros respuestas, naturalmente después de habernos permitido desfogamos, como ha hecho Job, con todos nuestros «porqué» más angustiosos.
Los amigos de Job (¡te los recomiendo!) pretendían taparle la boca, cerrar el discurso con sus certezas. Job se rebela, hace saltar con la ganzúa de su experiencia dramática los mecanismos perfectos de sus teologías tan probadas como viejas. Por otra parte es Dios mismo, sin necesidad de abogados de oficio, quien reabre el discurso…
Un célebre teólogo, en la confusión del posconcilio, se ha preocupado de escribir un libro sobre los «puntos’Intocables». ¿Para cuándo un libro sobre los puntos interrogativos de la fe?
El aguijón de las preguntas para tenernos despiertos
También en el evangelio se entrelazan las preguntas. Jesús está dormido en la barca cuando arrecia la tormenta, o sea, en el momento menos oportuno (y esto se repite también hoy con frecuencia). Los apóstoles le despiertan sin demasiadas consideraciones: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?».
Jesús finalmente se decide a hacer callar al mar enfurecido, increpa al viento para que cese. Así pues, todo en orden, discurso cerrado. Y darían ganas de poner un signo exclamativo.
Sin embargo, de improviso, el Maestro interpela a los discípulos sometiéndoles a un verdadero y propio interrogatorio: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿aún no tenéis fe?». Como si no bastase, los mismos protagonistas de la desagradable aventura, al final, se preguntan unos a otros: «¿Pero quién es éste?».
Así se vuelve a abrir el discurso y quién sabe cuándo se cerrará. Los puntos finales (y los de exclamación) pueden esperar. Mientras Dios duerme, y parece ausente, extraño a nuestras vicisitudes borrascosas, siempre hay sitio para la protesta.
Y también para despertar nuestra fe, y tener lista nuestra conciencia, no hay nada mejor que una granizada de interrogantes.
Para no perder el camino
Mientras tanto yo, el domingo, me he llevado a casa al menos cuatro interrogantes. El párroco ha explicado que la frase de Pablo «nos apremia el amor de Cristo» se puede traducir, más eficazmente, por «el amor de Cristo nos tiene en su poder». Y entonces me pregunto: si es así, ¿cómo logramos con frecuencia sustraernos a ese poder, a romper el cerco, a estar fuera?
Y, aun quedándonos con la traducción oficial que usa el verbo «apremiar», ¿por qué, a pesar de ese apremio, damos la impresión de quedarnos quietos, clavados en el terreno de las costumbres?
Viene después esa otra afirmación de Pablo, según la cual «el que vive con Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha
pasado, ha llegado lo nuevo». No he podido evitar la pregunta: ¿cuáles son los signos de la novedad cristiana que exhibimos?
No me parece que quien nos observa cuando salimos de misa note en nosotros algo nuevo en nuestro comportamiento. Todo continúa como antes. En otros tiempos, al menos, los domingos, al ir a la iglesia, se lucían vestidos nuevos. Hoy, especialmente en el verano, ni siquiera eso, es más, se prefiere una vestimenta descuidada…
El predicador ha puesto en evidencia cómo, en el antiguo testamento, había dioses paganos, los baales, que dormían, mientras el Dios de Israel no duerme y ni siquiera dormita, como afirma el salmo 120, 4. También los ángeles son esos que «nunca duermen», según el texto de Daniel 4, 10. Dios era, por definición, el que velaba.
Pero en el evangelio tenemos al Hijo de Dios que, como un hombre cualquiera, se abandona a la debilidad del sueño. Parece una contradicción…
Y en este momento, me asalta una duda: ¿acaso tener fe significa, no tanto fiarse de un Dios que vela, sino sobre todo de un Dios que duerme, que parece ausente, insensible a nuestras dificultades?
Finalmente, tengo que hacer las cuentas con una última cuestión más bien inquietante: «¿Aún no tenéis fe?». Yo que la daba por descontada, me veo obligado a poner en discusión precisamente la consistencia e incluso la existencia de mi fe.
Cuatro preguntas son suficientes para llenar una semana. Y como si no bastase, ha surgido una quinta: ¿el éxito de una predicación no depende quizás de los interrogantes que uno lleva a casa para no perder el camino de la fe?
Sí, la señal más tranquilizadora, paradójicamente, puede venir de un signo interrogativo…
A. Pronzato

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario