27 enero 2015

Martes III de Tiempo Ordinario

AQUÍ ESTOY PARA HACER TU VOLUNTAD
Hebreos 10,1-10. En el capítulo 10 empieza la última parte de la exposición central de la epístola. El autor, después de haber mostrado la superioridad del sacerdocio de Cristo en comparación con el sacerdocio levítico e insistido en la ofrenda personal de Jesús, extrae las consecuencias de todo ello. Por haberlo asumido enteramente y sin ayuda, el sacrificio de Cristo es eficaz y puede ser causa de salvación eterna.
La Ley antigua era incapaz de salvar. Señalaba el pecado, pero no lo abolía. Ya los profetas de la antigua alianza habían hecho ver la inutilidad de los sacrificios exteriores al hombre; el autor de Hebreos se expresa en un lenguaje aún más radical; solamente una ofrenda personal puede llegar al corazón de Dios. Esto fue lo que sucedió con el sacrificio de Jesús, cuya vida es resumida en los siguientes términos en un pasaje del salmo 39: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad».
El salmo 39 vuelve a aplicar a Jesús el clamor del fiel al que Dios no inspiró ofrecer un sacrificio, sino expresar personalmente su agradecimiento.

Marcos 3,31-35. ¡Otra vez la tribu! «Te buscan», le dicen a Jesús. Este grupo de parientes trae a la memoria el recuerdo de esas camarillas siempre dispuestas a incautarse de Dios en provecho propio. «Te buscan». Pues bien, ¡perderán el tiempo! «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». La respuesta más obvia no tendría en cuenta al Reino, que hace saltar todas las realidades. «Estos son mi madre y mis hermanos», dice Jesús mirando a los que están a su alrededor escuchándole. Así, en el Reino, la fraternidad cristiana no se funda en los vínculos de carne y sangre, sino en un espíritu común: hacer la voluntad del Padre.

Cuando Cristo entró en el mundo, dijo, según el salmo: «Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad»; lo que Jesús nos enseñó es que lo único que podemos dar a Dios para reconocer que es Dios, es a nosotros mismos. Jesús nos dice que la vida sólo puede ser ordenada y entregada a Dios. Lo que ofrecemos a Dios no es una personalidad destruida, «sacrificada», sino una personalidad construida a base de gravosas elecciones.
«¡Aquí estoy para hacer tu voluntad!»: éste es el sacrificio que Dios puede aceptar. «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego voluntariamente». El cristiano se ofrece a Dios al arriesgarse en medio de los hombres para crecer y llegar a ser él mismo.
«El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre». Llevarán el nombre de Jesús los que vivan en su corazón lo que fue para él la razón de ser de su vida: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». No sólo se trata de ser partidarios de un hombre admirable, ni de hacer nuestra una norma de vida de gran elevación; se trata de ser «los de Jesús». Los discípulos no lo serán de verdad hasta que, el día de Pentecostés, reciban plenamente el Espíritu del Hijo. «¡Aquí estoy para hacer tu voluntad!»: ésta es la norma de vida del cristiano y, más aún, la oración del Espíritu que se nos dio el día del bautismo.

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