18 enero 2015

Domingo II Tiempo Ordinario, 18 enero

Según el IV Evangelio, los primeros discípulos de Jesús pertenecían al grupo de discípulos que se habían congregado en torno a Juan Bautista. El propio Juan no tuvo el menor inconveniente en que lo abandonaran a él y se fueran con Jesús. Algo después, cuando se produjeron roces entre los discípulos de Juan y los de Jesús (Jn 3, 25-26), fue Juan el que cortó las rivalidades con una sentencia genial: “A él le toca crecer, a mí menguar” (Jn 3, 30). El Evangelio no tolera ni los protagonismos ni los proselitismos.
Los que se pusieron a seguir a Jesús querían ver dónde vivía. En cuanto vieron eso, se quedaron con él y se convencieron de que era el Mesías. El sitio donde uno vive indica la forma de vida que lleva. Jesús dijo que los que viven con lujo viven en los palacios de los reyes (Mt 11, 8). Y eso, la clase de vida y la forma de vivir, es lo que convence y arrastra. O, por el contrario, lo que escandaliza y espanta a la gente. Además, esto es contagioso. Lo mismo la forma de vivir que atrae, que su contraria, la que repele.
En este relato, al comienzo mismo de la convivencia de los discípulos con Jesús, el evangelio de Juan pone ya la confesión de aquellos discípulos en la condición de Mesías (Salvador y Libertador) propia de Jesús.
Y Jesús, desde el primer momento, le cambia el nombre al hijo de Simón y hermano de Andrés, para designarle en adelante “Pedro”. El autor del IV evangelio escribió esto cuando ya la figura de Pedro era reconocida, en su cualidad de “piedra” o “roca”, entre los primeros cristianos.
José María Castillo

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