16 diciembre 2014

Martes III de Adviento

UN PEQUEÑO RESTO

Sofonías 3,1-2.9-13. La época en que vivió el profeta Sofonías fue particularmente dramática. Asirlos, Escitas y Medos se sucedieron para dominar el conjunto de naciones de la «Media Luna fértil». Israel, encerrado en el «corredor» palestino, participó en las intrigas políticas fomentadas con el intento de sacudir la hegemonía de los poderosos. Así fue como una revolución contra el partido egipcio colocó en el trono a un niño de siete años, Josías, y entregó el país a Asiría.
Sofonías reacciona contra aquel embargo asirlo y contra el sincretismo religioso que tal embargo acarreaba. El poeta se alzó contra Jerusalén y sus jefes, aquellos «jactanciosos orgullosos» que se mostraban sordos a la palabra de Dios. En cambio, reconfortó a los humildes. Sofonías es el profeta de la alegría mesiánica: todos los pobres pueden reconocerse a sí mismos en ese «pueblo pobre y humilde que confiará en el nombre del Señor».

El salmo 33 se eleva hacia Dios como una oración de reconocimiento. Yahvé ha escuchado la llamada del creyente y le ha librado de su inquietud. Todos vosotros que le escucháis, «gustad y ved qué bueno es el Señor».
Mateo 21, 28-32. Jesús se dirige de nuevo a los sacerdotes, los cuales, fieles a sus tradiciones, se niegan a creerle. No reconocen el camino que conduce al Reino. En cambio, los publícanos y las prostitutas, aunque ignoraran las prescripciones de la Ley, se volvieron hacia Juan y creyeron en su palabra. Entonces, ¿qué os parece? ¿Quién entrará en el Reino de los cielos? En cualquier caso, «no todo el que dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos».
¡Nunca fueron los publícanos gente recomendable! No se está muy lejos de la realidad si se les compara con los ladrones públicos. En cuanto a las prostitutas, ¡no hace falta trazar su perfil! ¡Ninguna meditación evangélica podrá jamás suprimir nuestro asombro cuando las veamos encabezar el cortejo para entrar en el Reino de Dios! De todas maneras, las primeras asombradas serán ellas. Ya sé que se debe matizar y no extrapolar una situación a otra. Pero ello no impide que el Evangelio no deje de repetirnos que la medida de la gracia divina es ajena a los sistemas que nosotros elaboramos sobre la base de nuestras «buenas costumbres». A Dios sólo una cosa le interesa de verdad: la confianza que el hombre pone en su palabra de salvación.
¿Cómo puede uno ser pobre si se cree rico en virtudes? ¿Cómo podrá clamar a Dios si tiene puesta su confianza en su propia fuerza? El publicano quedó justificado no por haber robado, sino por haber creído en quien le invitó a seguirle. Asimismo, no se canoniza al santo por haber acumulado méritos, sino por haber creído en la gracia del que salva a los pobres. Juan Bautista concitó contra sí la furia de los sacerdotes y de los ancianos por haber acogido a todo hombre sin pedirle otra cosa que la conversión del corazón; el pasado del que se convertía le importaba muy poco. Pero la conversión, preciso es reconocerlo, es rara entre los bien-pensantes.
Cuando Jesús venga al mundo, allí estarán unos pastores para reconocerle. Pero no nos engañemos: aquellos pastores estaban conceptuados como gente poco recomendable. En el Evangelio, el escenario es continua- mente el mismo: siempre es acogido el Mesías por un pequeño resto formado por pobres. Por los que todavía hoy son llamados «la pobre gente».
¡Bendito seas, Señor, en todo tiempo,
que nuestros labios canten sin cesar tu alabanza!
¡Que lo oigan los pobres
y hagan fiesta!
Cuando un pobre clama hacia ti, Señor,
tú lo escuchas
y le libras de todas sus angustias.
Quien vuelve hacia ti sus ojos resplandece,
y no hay en su rostro ni sombra ni confusión.
Con los humildes y los pequeños te bendecimos,
porque eres bueno y nos salvas sin cesar.

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