12 diciembre 2014

Homilía para el domingo 14 de dciembre

El espíritu del Señor me ha ungido para anunciar la buena nueva y vendar los corazones rotos…
El profeta Isaías recoge con estas palabras el contenido de la misión del profeta. Bonito encargo: aliviar heridas… Una misión que se cumple plenamente en Jesús pero que no termina en Él. Cada uno de nosotros hemos recibido en el bautismo el mismo Espíritu que nos posibilita participar en esa misión de Cristo. Por tanto también podemos y debemos proclamar y “gritar a los cuatro vientos” la buena noticia que ahora es triple: que el Señor está aquí con nosotros, que ha venido para curar y suavizar nuestras cargas y sufrimientos, y que comparte con nosotros su espíritu y su obra.

Somos, por tanto, útiles para Dios, cuenta con nuestra colaboración para una misión increíblemente hermosa. El bien, la justicia y la curación, ya no son solo cosa del Señor, sino que podemos decir con Él que son cosa “nuestra” (del hombre y de Dios, juntos).
¿Cómo no estar alegres por ello? ¿Cómo no dar gracias –como nos dice san Pablo– y no poner empeño en no extinguir ese Espíritu que nos ennoblece de esa manera? Seguro que no encontramos en nuestra vida tantos compañeros o amigos que nos hayan considerado tan importantes como el Señor.
Ser colaborador de Dios es una oportunidad única. Pero nos puede abrumar la responsabilidad si olvidamos que se trata de anunciar su obra, y no la nuestra, su perfección y, sobre todo, su infinito amor… El Bautista nos lo recuerda: lo nuestro es dar testimonio de la Luz, porque no somos la luz, sino que la recibimos de Él. Nuestra misión no es que las personas a las que nos dirigimos se queden con nosotros, sino conducirlas hacia Él. Estamos, por tanto, llamados a ser “lugares de paso”.
Y el mejor modo de dirigir la mirada de los otros hacia el Señor es reproduciendo humildemente sus gestos (que no son nuestros, sino suyos, porque los hemos aprendido de Él y de Él proceden). Tienen el copyright divino. Pero solo así haremos creíble la obra de Dios.
Lo importante es ayudarnos entre todos a reconocer a Aquél que está en medio de nosotros aunque a veces no lo sepamos ver, como nos dice Juan. Por eso, lo propio de la comunidad cristiana es ayudarnos unos a otros cristiana es la reciprocidad: iluminarnos unos a para encontrar a Dios, acogernos entre nosotros y a otros para descubrir juntos al Señor, abrir nuestras mentes y corazones para encontrar la Presencia del Misterio que también habita en el otro. La reciprocidad conlleva donación y apertura: darlo todo y recibirlo todo. Un antídoto contra la tentación de superioridad que siempre merodea en cualquier comunidad.
María Dolores López Guzmán

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