05 noviembre 2014

Ideas para la homilía. Domingo 9 noviembre

1.- ¡QUÉ LLEGA EL ESPOSO!

Por José María Martín OSA

1 - Podemos observar ya el tono escatológico en el evangelio de este domingo; característico de las últimas semanas del Año Litúrgico. Efectivamente, dentro de dos semanas se celebra la fiesta de Cristo Rey, que da paso al primer domingo de Adviento.

Cuando se acerca el final de una etapa parece que nuestro ser se altera porque viene algo nuevo, desconocido. Nos pasamos la vida esperando: esperamos llegar a la mayoría de edad, esperamos acabar la carrera, esperamos encontrar empleo, esperamos comprar un piso, esperamos que nos llegue la jubilación. Nunca estamos satisfechos del todo. En el salmo hemos confesado que nuestra alma está sedienta de Dios. ¿Tenemos sed de Dios, o tenemos sed de otras cosas?


2 - También las diez doncellas esperaban a alguien: el esposo. Todas desean encontrarse con él, pero todas se duermen. La diferencia está en que cinco eran sabias porque estaban preparadas para recibirle. La primera lectura describe las características del que es capaz de aprehender la sabiduría: la ven aquellos que la aman, se da a conocer a aquellos que la desean, la encuentra el que la busca, quien vela por ella se verá sin afanes.

Pero ella "sale al encuentro" de aquél que la quiere. Quizá la diferencia entre las prudentes y las insensatas es que las primeras de verdad aman, desean, buscan y esperan a su amado y, por eso, están preparadas para recibirle. Se produce entonces un encuentro personal con él, que nadie puede hacer por nadie. Es personal e intransferible. No hay persona en el mundo que pueda vivir tu vida por ti. Puede escandalizarnos que las sensatas no ayuden a las necias prestándoles su aceite. Esta imagen, no olvidemos que es una parábola, muestra que cada cual debe tener disponible su lámpara con aceite suficiente. El aceite hace referencia a la energía que mueve nuestro espíritu: la oración, los sacramentos. Si el esposo es Cristo, el encuentro con él es también personal, aunque los demás puedan ayudarte a llegar a El. Sólo si le amas de verdad, si le buscas, si le deseas podrás conocerle.

3 - Las puertas de la sala del banquete están abiertas para todos. La invitación es universal. Cuando nos invitan a una boda se nos ruega que confirmemos nuestra asistencia. A nadie se le va a cerrar la puerta, pero si no quieres entrar... es imposible que saborees los manjares que se te ofrecen. La puerta la cerramos nosotros mismos, nunca Dios. El nos ofrece su fiesta, sólo nos pide que estemos en vela, preparados para darnos cuenta de la grandeza de su amor. Ayudemos a todos a entrar en el banquete de bodas, a esta fiesta sin fin a la que Dios nos invita. Como expresa Pablo en la Carta a los Tesalonicenses, es el propio Cristo el que sale a nuestro encuentro para llevarnos con El resucitados al banquete del Reino donde la vida es plena y para siempre.

2.- TENER COMPRADO EL BILLETE

Por José María Maruri, SJ

En uno de mis últimos viajes en tren por el interior de Japón, momentos antes de llegar a la estalación de trasbordo oí por los altavoces que nos pedían perdón por llegar con 15 segundos de retraso y que no nos quedaban para transbordar más que 6 minutos y 45 segundos. Y es que tienen su horario y lo cumplen.

También Dios tiene su horario, lo mismo para la última llegada, como para la que nos atañe a cada uno, pero no nos lo ha dicho. La fecha y la hora está en nuestra agenda de bolsillo, pero nosotros no la tenemos señalada. Sabemos que llegará pero no cuando.

Y esto es lo que mal interpretaron los primeros cristianos, que se empeñaron en señalar día y hora para la llegada del Señor y como llegaba con retraso algunos se dedicaron a vaguear. Contra ellos dice San Pablo aquello de que el que no trabaje que no coma.

2.- Y la parábola de hoy, de las diez damas de honor de una boda, viene a dejar claro que lo importante no es saber la hora, sino el estar preparados para cuando llegue el Señor. Que lo importante no es estar en la sala de espera del tren, sino tener comprado el billete, como las cinco muchachitas avispadas, para montar en el tren en cuanto llegue. Porque si cuando llega se va uno a comprar los billetes, como las muchachitas atolondradas, lo único que van a ver es el farolillo rojo del vagón de cola del tren que se aleja, dejándolas a ellas en el anden.

3.- No es solo eso porque el aceite de las lámparas tiene otra enseñanza. Y es que se aceite no se vende en supermercados y tiendas de ultramarinos. Y menos a medianoche. Sino que tiene que ser aceite de fabricación casera. Digo, aceite que cada uno tiene que haber fabricado con sus propias manos…

Que en cuestiones de fe y de entrega al Señor no hay posibles suplencias:

--¿Sabe usted?, yo tengo una tía monja que es una santa.

-- Si viera los rosarios que reza mi madre.

--Yo de familia muy católica, hasta tenemos un primo misionero.

--Mi hija totalmente entregada a trabajar en la parroquia.

--¿Y TU QUÉ? Todo eso es como aceite de otros. Pero, ¿hay aceite en tu lámpara? Como no nos podemos vestir con plumas ajenas, nuestra lámpara no luce con aceite ajeno.

Fe es fiarse de Dios a ciegas. Y la confianza en él es algo muy personal. Para entrar en el banquete del Reino hay que ser amigo del novio, que es el Señor, y la amistad no se impone, nace del corazón.

4.- Diógenes a pleno sol con una lámpara encendida buscaba, en la plaza (ágora) de Atenas, repleta de gente, un hombre. También nosotros con la lámpara de nuestra Fe buscamos a un hombre, buscamos al Señor, Dios y hombre, buscamos al amigo que nunca nos falla, que nunca nos va a jugar una mala pasada, que va a estar junto a nosotros, hombro con hombro, un amigo que en realidad está sentado a nuestra puerta esperando que le abramos, dispuesto a entrar y vivir con nosotros.

Pero para encontrar al Amigo en medio de tantos que se dicen amigos, hay que tener encendida la lámpara de la fe que nos hace descubrir:

--de la ilusión y el deseo que nos lo hace buscar

--del cariño a los demás con los que Él se mezcla y confunde

--de la alegría, que al fin de cuentas no es más que el respeto de la Fe que arde el corazón.

No dejemos que el egoísmo, el desengaño, la mediocridad, la falta de horizontes apague nuestras lámparas, porque si así sucede, nuestra vida se convertirá en una aburrida sala de espera, donde lo más que haremos será hojear con desgana revistas de uno o dos años atrasadas.

3.- VELAR Y ESTAR PREPARADOS

Por Antonio Díaz Tortajada

1.- La primera y tercera lecturas tienen una conexión muy especial: Ese esposo tan esperado que, luego, llega en el momento menos pensado, y cuya entrada en el banquete de bodas es tan decisiva, es la sabiduría que debemos buscar desde la mañana a la noche.

Toda la intención de la parábola que tenemos en el Evangelio de la Eucaristía de este domingo es que pongamos toda nuestra atención en Jesucristo. El es el importante, su presencia es decisiva, es Él quien inaugura el Reino de Dios, y debemos vivir siempre preparados a entrar en la plenitud del Reino, porque no sabemos ni el día ni la hora.

Se trata, la historia de las vírgenes que acompañan a la esposa en el día de su boda con el esposo, de una parábola y no de una alegoría. Convertirla en una alegoría sólo nos creará problemas para la interpretación legítima. Observemos lo que pasa con el sentido si en vez de ser parábola la historia es una alegoría: El esposo es, claramente, Cristo. ¡La esposa es la Iglesia, y se duerme! ¡La lámpara es la fe y la lámpara de la Iglesia está apagándose en el relato! ¡El aceite de la lámpara podría ser alegoría del amor o de la fe, y las cinco vírgenes, precisamente las prudentes, se niegan a compartirlo! Pero es una parábola, no una alegoría.

Así que lo importante en la parábola no es el aceite, o que las vírgenes se durmieron, o que cinco eran prudentes (las prudentes resultan unas egoístas). Lo esencial en la parábola es estar listo en el momento en que el esposo llega por la esposa. Lo esencial y decisivo es el esposo y su llegada en el momento menos esperado... por muy esperado que sea.

2. La parábola tiene un sentido bien claro: Hay que estar siempre preparados. Hay que estar siempre preparados para entrar en el Reino de Dios, creer en ese Reino, esperarlo, como el esposo que espera a la esposa, o la esposa que espera la llegada del esposo en el día de la boda. Esperar el Reino del amor (porque Dios es amor) con tanta alegría y deseo que nuestra espera sea continua.

Igual que el invitado al banquete sin traje de boda, a cinco de las doncellas la inesperada, a pesar de anunciada, y decisiva entrada del esposo, las agarró impreparadas y quedaron fuera para siempre. La llegada repentina del esposo tiene su correspondiente en la repentina, e igual de decisiva, llegada del diluvio. También tiene su paralelo en el robo inesperado y en el repentino regreso del amo. El Evangelio nos quiere decir: El cambio decisivo está a la puerta, viene tan repentino como el grito a media noche: “¡Llega el esposo!”. Y ese cambio decisivo trae implacablemente la separación: Unos entran en el Reino y otros no. ¿Vivimos nosotros como quien espera esa repentividad decisiva? ¿O más bien nos hemos instalado como quien se quisiera quedar aquí y así para siempre? ¿Qué significa el Reino de Dios, para nosotros? ¿Lo esperamos? ¿Lo deseamos?

En este domingo se inicia un ciclo corto de evangelios sobre la espera de esa plenitud del Reino o segunda venida; veremos en los próximos domingos, empezando por éste, parábolas como la de las vírgenes imprudentes, la parábola de los talentos, y la parábola del juicio entre los cabritos y ovejas. ¿En qué se nota que nosotros esperamos cada día el Reino? ¿Esperamos, como lo decimos en el Padre Nuestro, su venida aquí, o esperamos nuestra ida a algún lado?

3. En la segunda lectura continúa el desarrollo de la carta de san Pablo a los cristianos de la comunidad de Tesalónica. Se trata de mantener despierta la fe en nosotros. Pablo la despierta en aquellos que se afligen por sus difuntos como “los hombres sin esperanza”, y les hace ver que no se trata de una aniquilación ni de una trasmigración de las almas, sino de la participación en la resurrección de Cristo. Podemos, dice Pablo, afligirnos con los que mueren, pero no como quienes no tienen esperanza. Nosotros creemos en la resurrección de Cristo y en nuestra futura resurrección. No sabemos cómo resucitaremos, ni cuándo, pero resucitaremos como Cristo resucitó. En donde Él esté reinando, nosotros estaremos con Él. ¿Lo creemos? ¿Lo deseamos? ¿Es la resurrección o la venida del Reino una dimensión de nuestra fe que juegue un papel decisivo a la hora en que escogemos los criterios prácticos con los cuales regimos nuestra vida diaria?

Lo más importante es la certeza de que todos los que pertenecen a Cristo “estarán siempre con el Señor”; se trata, pues, de velar y de estar preparados para el día y la hora última.

4.- NO VALE ENGANCHARSE A ÚLTIMA HORA

Por Javier Leoz

1.- Que Dios es grande todos lo sabemos. Que su misericordia es ilimitada, lo anunciamos y pregonamos –una y otra vez-- en nuestras homilías y conversaciones, grupos, reflexiones y tratados de teología. Que, Dios, es un gran buscador de todo lo perdido lo palpamos en muchos momentos de nuestra existencia y, lo escuchamos especialmente, en la parábola de la oveja perdida.

Estamos tan acostumbrados a proclamar que Dios es tan bueno que, en ocasiones, podemos correr el riesgo de pensar que Dios debe ser demasiado tonto y que, por lo tanto, todo vale, todo cuela…aunque seamos unos ladronzuelos de tercera.

En todo, y para todos, siempre hay una última oportunidad. No podemos confiarnos demasiado, o mejor dicho, dejarlo todo a merced de Dios.

En cierta ocasión un viajero, acostumbrado a recorrer su país en tren, daba tanto margen de confianza a su reloj que, un buen día, en el viaje más importante que le quedaba por emprender llegó a la estación y comprobó con gran decepción que el ferrocarril había partido minutos antes.

2.- La Iglesia, como novia del Señor, vive ansiosa y gozosa, sufriente y en medio de pruebas, alentando, animando las lámparas de tantas doncellas representadas por miles y miles de cristianos que pertenecen y alimentan su fe en Cristo dentro de ella.

--En unos, desgraciadamente, por excusas o por diversas razones, la fe ha ido languideciendo, empobreciéndose, haciéndose menos visible y luchadora.

--En otros, por la fuerza del Espíritu, la antorcha de la fe sigue viva y operativa, sabiendo que Dios en cualquier momento, personal o colectivamente, puede llamarnos a su presencia.

--¿Qué hay muchos vientos que intentan apagar multitud de llamas que reflejan el amor y la presencia de Dios en el mundo? Por supuesto que sí.

--¿Qué existen “apagavelas” que pretenden erigirse en fuegos de artificio ocultando la verdad de las cosas y del hombre? Por supuesto que sí.

Pero, en medio de todo ello, la parábola de hoy nos llena de esperanza y nos infunde hasta un santo orgullo: seguimos esperando al Señor, sin dormirnos en los laureles. Y lo hacemos manteniendo vivo nuestro fuego con la leña de su palabra y el soplo de su Espíritu.

3.- Si venimos a la Eucaristía, todos los domingos, es porque entendemos que hemos de consagrar todas nuestras energías para formar parte del banquete celestial. Un estudiante no puede pasar los exámenes últimos si no ha estudiado todo el año. El atleta no participará de los juegos olímpicos si no se ha ejercitado cientos de horas durante muchos meses. El escalador no llegará a la cumbre si no sube, poco a poco, lo abrupto de la montaña y ataca los riscos más empinados.

Como siempre, y ahí está también la grandeza de nuestra fe, lo de mucho valor implica mucho sacrificio. Una carrera a última hora, además de crear fatiga y riesgo de infarto, no es suficiente para llegar a tiempo a los sitios. Ni, incluso, para conquistar el corazón de Dios, por muy bueno que sea.

Si preparamos tantos momentos en nuestra vida (bodas, viajes, empresas, trabajos, comidas) ¿cómo no vamos a dedicar ilusión y esfuerzo en preparar ese encuentro de tú a tú con Dios?

Ciertamente, la sensatez, nos dice que la Eucaristía dominical es imprescindible y hace extraordinario cada domingo. Creatividad, oración, empeño, ilusión, constancia, gusto y perseverancia, son entre otras muchas, los ingredientes de un buen aceite para la lámpara de nuestra fe.

5.- VIGILAD Y ORAD

Por Antonio García Moreno

1.- "Radiante e inmarcesible es la sabiduría..." (Sb 6, 13)La sabiduría es uno de los grandes dones que Dios puede otorgar al hombre. La sabiduría es como una luz mágica que permite ver las cosas y los acontecimientos en sus justas proporciones. La luz de Dios que ilumina el camino de la felicidad, con tal resplandor que es imposible no lanzarse a caminar por él.

Fácilmente la descubren los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la desean. Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su puerta la hallará sentada. Amarla, desearla, buscarla. Sólo eso, pero sinceramente, con ahínco, con constancia. Comenzando por pedirla a Dios con fe y confianza. Ahora mismo te lo rogamos, Señor, danos el don de la sabiduría, esa luz nueva para nuestros ojos, esa dimensión distinta para nuestra mirada apagada, ese ver más allá de las sombras que inundan nuestros días grises y anodinos... Verlo todo con la luz de Dios, contemplarlo todo bajo la perspectiva de la eternidad, y superar así esta visión estrecha y pequeña que tantas veces nos angustia.

"... y quien vela por ella, no se verá sin afanes...” (Sb 6, 15) Cuántos afanes en cada jornada, cuántas preocupaciones. Siempre hemos de tener algo que nos inquiete y nos turbe. Y la causa está en nuestra falta de sentido sobrenatural, en nuestra falta de visión de fe. Nos empeñamos en vivir según nuestros propios criterios y despreciamos los criterios de Dios. Y ese es el resultado: una vida de ajetreo continuo, una existencia profundamente marcada por la zozobra.

La misma sabiduría "busca por todas partes a los que son dignos de ella; en los caminos se les muestra benévola y les sale al encuentro en todos sus pensamientos...". Son palabras tuyas, Señor. Palabras, por tanto, objetivas, absolutamente verdaderas. Haznos, pues, dignos de la sabiduría que sale a nuestro encuentro y aviva nuestro deseo por tenerla. Para que, con tu luz y tu fuerza, vivamos de modo distinto a como vivimos. Para que, en medio de la vorágine del vivir actual, conservemos la calma y el optimismo. Danos, te lo pedimos otra vez, esa sabiduría que ha de llenar de honda alegría esta nuestra vida, tan cargada de tristeza.

2.- "Oh Dios, tú eres mi Dios..." (Sal 62, 2) Ocurre a veces que el latido místico e íntimo del cantor de Dios aflora a la superficie de sus palabras. El salmo de hoy expresa, en efecto, los más hondos sentimientos del hombre ante Dios. "Mi alma está sedienta de ti -dice con emoción-, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua".

El salmista se siente seco por dentro, con una ansiedad incontenible, con una sed indefinible de algo que sólo le puede venir de lo Alto. Y por eso clama con acentos de humilde súplica y llama al Señor, diciéndole: Oh Dios, Tú eres mi Dios, mi todo, mi bien supremo, mi verdad única, mi más firme esperanza de amor eterno. Humildemente, con sencillez de niño enfermo, vamos a acercarnos en el silencio de la oración hasta nuestro Dios y Señor. Vamos a decirle cuanto sentimos o cuanto no sentimos y quisiéramos sentir. Digamos también con honda emoción, o sin ella: "Oh Dios, tú eres mi Dios...".

"Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote..." (Sal 62, 5) Sigue el poeta desgranando sus versos divinamente inspirados, sigue brotando a borbotones el agua limpia de su fuente interior. Toda la vida te bendeciré, mi Dios y Señor; en todas las circunstancias te cantaré con gratitud y amor. Pase lo que pase, sea bueno lo que me ocurra o sea lo peor cuanto me pueda ocurrir, alzaré las manos hacia ti para invocarte, humilde y confiado.

Sí, también tú te puedes acercar a Dios en la íntima soledad de tu corazón, donde él está. Si lo haces, sentirás que tu vida se colma, se sacia, se apacigua en las ansias más profundas. Dile entonces al Señor, con palabras de ese salmo: "Mis labios te alabarán jubilosos. En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo".

Tener sed de Dios, anhelar su cercanía más que cosa alguna. Buscarle si le hemos perdido de vista, correr tras él hasta encontrarlo de nuevo. Quedarse entonces junto a él para nunca más separarse, persuadidos de que sólo así alcanzaremos alivio para nuestra ardiente sed.

3.- "Hermanos: no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza" (1 Ts 4, 12) Es inevitable. La muerte nos produce siempre un deje de tristura, cuando no un dolor exasperado. Son momentos inolvidables que se nos clavan como espinas en la propia carne, hasta enquistarse definitivamente. En este mes de noviembre, nuestra Madre la Iglesia quiere que recordemos a los fieles difuntos, esos que han cruzado ya la frontera del "irás y no volverás". Tiempo por otra parte muy adecuado para ello puesto que la naturaleza parece morir a nuestro alrededor, durmiéndose callada bajo el arrullo de las hojas secas.

Pero detrás de todo ese espectáculo melancólico y triste de la muerte y el otoño, hay una luz suave y viva al mismo tiempo, que ha de iluminar nuestros ojos y nuestro corazón. Y gracias a esa luz lograremos descubrir el encanto y el misterio que hay en todo eso. Así, ante el recuerdo entrañable de nuestros seres queridos ya muertos, hemos de sentir la honda esperanza de los que saben que esas ramas secas e inertes volverán a reverdecer.

"Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras" (1Ts 4, 17) Sí, estas ramas desnudas y ennegrecidas volverán a brotar en hojas verditiernas primero y en tupido follaje luego, en flores y frutos. Y ante esa convicción, el color ocre y multicolor del otoño adquiere una luminosidad, mezcla de recuerdo nostálgico y de serena paz. Lo mismo ocurre entonces con la muerte, lo mismo hemos de pensar ante la idea triste de que ya se nos fueron para siempre los nuestros.

Sus cuerpos podridos y deshechos recobrarán otra vez la vida, renacerán transidos de gloria. Por eso nuestra fe nos asegura que cuando resucitemos tendremos un cuerpo glorioso, nuestro mismo cuerpo robustecido por el fuego y el hálito vivificados del Espíritu divino. Viviremos entonces una eterna primavera, un verano sin fin, con flores y frutos perennes. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras... Sí, es realmente un motivo profundo de consuelo; es como para no llorar nunca más, para no dejarnos vencer jamás por la tristura. Y sin embargo, Señor, tú sabes nuestra debilidad, nuestra ceguera, nuestra falta de fe y de esperanza. Perdónanos y concédenos ese consuelo del que cree de veras en tu indefectible palabra.

4.- "... cinco de ellas eran necias y cinco sensatas" (Mt 25, 2) La fiesta nupcial judía, cargada de ritos simbólicos, sirve a Jesús para hablar del Reino de los cielos. Se fija en la ceremonia de recepción y de acompañamiento que hacen las amigas solteras de la novia a la feliz pareja. Con sus lámparas encendidas y su alegría juvenil contribuían, sin duda, a la felicidad de los novios. Todos juntos iban hacia la sala del banquete, inundada de luz y de alegría. Se cerraba entonces la puerta y la noche, oscura y triste, quedaba fuera, en fuerte contraste con la luz y el alborozo que había dentro, en la sala del banquete.

Eso viene a ser el Reino de los cielos, un banquete de bodas reales. En la noche, cuando menos se espera quizá, llegará el esposo, Cristo Jesús, para celebrar por siempre la gran fiesta nupcial. Entonces el que tenga su lámpara encendida, quien tenga su alma en gracia, viva la fe, despierta la esperanza y ardiente la caridad, ese entrará en la sala del Reino, participará de esa fiesta que nunca cesará. En cambio, el que tenga su lámpara sin aceite, quien tenga el corazón seco y frío, quien vista los harapos del pecado, quien duerma el sueño de los indolentes y los frívolos, quien sólo piense en sí mismo, ese se quedará fuera, inmerso en esa oscura noche, sin amanecida posible.

Hay que vigilar, hay que estar alerta, hay que vivir preparados, siempre en gracia de Dios y luchar cada batalla como si esa fuera la última. No podemos descuidarnos, no podemos andar jugando. Es mucho lo que se solventa, la salvación eterna, la dicha de entrar en el gozo de la luz, de disfrutar para siempre de la alegría de la Jerusalén celestial.

6.- ¿FUE JESÚS MUY DURO CON LAS NECIAS?

Por Ángel Gómez Escorial

1.- La bondad continua y multiforme demostrada por Jesús de Nazaret parece desmentirse en la parábola de las doncellas. No hubo una segunda oportunidad para esas chicas poco previsoras que, sin duda, se parecen a alguna de nuestras jovencitas de hoy. A su vez, las muchachas juiciosas demostraban gran dureza a no compartir un poco de aceite. Sorprende pues el relato de Mateo. Nos descoloca un poco. Y, sin embargo, Jesús no ha querido sorprender con una paradoja o con una enseñanza en "segunda derivada". Lo que nos quiere decir es bastante directo y poco eufemístico. Nos pide, una vez más, que estemos atentos y que no nos confiemos.

El Salvador va acercándose a su Pasión. El desenlace final está cerca. Y en cierto modo, el va a repetir a sus discípulos una lectura escatológica cósmica de su muerte. Es como el final de los tiempos y, desde luego, Muerte y Resurrección de Jesús son fronteras entre dos momentos del plano temporal y humano. Pero es también una realidad eterna por la que los Hijos de Dios se van a salvar a partir de ese momento y por la acción de la reconciliación buscada por Dios y oficiada por Jesucristo. No es pues una figura literaria la vertiente escatológica de Jesús de Nazaret en esos días. Es una realidad de enorme profundidad, pues supera la dimensión y condición humanas.

2.- El final llega. Acontece el "particular", cuando morimos. Vendrá el universal, al final de los tiempos. No se trata de cultivar escenas tremendistas. Poco importa como sea nuestra muerte o como se desarrolle el final del mundo. Lo que interesa saber es que se trata de un tránsito definitivo en que las rectificaciones personales ya no son posibles. Y, entonces, si se ha agotado el tiempo para enderezar la biografía de cada uno, será mejor que la tengamos aceptablemente terminada en esos momentos. Y que nuestro relato se acerque lo más posible a lo que Dios quiere y nosotros siempre hemos anhelado. Además no son ociosas las advertencias de Jesús. No debemos perder nuestro tiempo. Decía Torcuato Luca de Tena en una muy interesante novela llamada "Carta del más allá" que la principal acción de demonio era apartarnos de nuestra auténtica vocación, de hacernos sistemáticamente perder el tiempo. Ese es el gran engaño. Podemos posponer el llenado de aceite de la alcuza hasta que ya sea inevitable. Pero antes, el Señor nos habrá dado sus mejores advertencias para evitar esa desidia. Otra cosa es que no hagamos caso y esperamos tranquilamente a la nada.

Hay una cierta tendencia --hoy es muy frecuente-- a una vagancia profunda y de difícil análisis. Hay gentes que dejan agotar su vida --¿sus almas?-- hasta cotas inverosímiles. Es un abandono terrible, inhumano. Y no nos referimos, solo, al caso del hundimiento patológico por algún tipo de drogadicción destructora. Hay circunstancias en las que algunas personas abandonan toda acción lógica, todo quehacer constructivo, cualquier creatividad, para sumirse en la nada cotidiana. Ni que decir tiene que podemos hablar, también en ese sentido, de muchas carencias espirituales y de caridad hacia los hermanos. Pero también esas carencias pueden incluirse en lo más básico, en lo que puede ser un ilógico abandono. Hay vidas vacías hasta niveles verdaderamente patológicos. Y ese estado es solo obra de algo verdaderamente malo. Ahí es donde hace falta toda la fuerza de la advertencia de Jesús. Y esa advertencia dirigida con ejemplos adecuados a la época neotestamentaria es perfectamente válida para nosotros. Jesús nos pide que salgamos de la inoperancia que produce el pecado. En fin hay un plano de nuestra relación con Dios que también Jesús quiere enseñarnos. Es indudable que la ternura del Padre hacia sus criaturas es infinita. Pero también lo es su justicia. Y en el perfecto acople --solo posible para Dios-- de estas dos realidades se entiende aún mejor la parábola de las doncellas.

3.- Debemos de estar muy atentos a nuestras actitudes, a nuestra vida de cristianos. ¿Hemos pensado alguna vez en la escena de encontrarnos con Jesús, el amado Maestro, y que no nos reconociera? El epílogo del texto evangélico de hoy es estremecedor. Las doncellas llaman desde fuera: "Señor, señor, ábrenos." Pero él responde: "Os lo aseguro: no os conozco". Hay un riesgo grave entre los hombres y mujeres de fe. Y es caer --y tolerar-- el engaño. Dejar de ser cristianos en lo hondo, aunque lo parezcan en la superficie. Muchos de los que acuden a los templos están muy alejados del Espíritu del Señor. Y esconden tras su aparente buena fe y cercanía a Jesús, graves circunstancias que les hacen estar más cerca del "enemigo" que del Maestro. La hipocresía, la soberbia, el pecado, la incapacidad para el arrepentimiento ira produciendo una especie de abandono intimo que matará la semilla del Espíritu. Y todo puede llegar por desidia por abandono.

4.- Pero la liturgia ya nos ofrece una primera solución a estos problemas. Siempre los textos están perfectamente ordenados para nuestra enseñanza. Es cierto que el camino de la salvación no es fácil. Hay muchas encrucijadas para quienes quieren vivir en la fe. Se necesita de la sabiduría de Dios para mejor seguir ese camino. El engaño, la obcecación personal, la duda, la rutina aparecen y pueden ser un gran peligro para el propósito de cercanía a Jesús que nos hemos trazado. Nos hace falta ese conocimiento. Y es el texto del Libro de la Sabiduría quien nos habla de ella. Y lo hace con gran sencillez y belleza. Vamos a encontrar la sabiduría si se la pedimos a Dios y además "ella misma va de un lado a otro buscando a los que la merecen; los aborda benigna por los caminos y les sale al paso en cada pensamiento". Que la necesaria sabiduría nos salga al paso en cada pensamiento es un gran don de Dios. Con ella evitaremos que un día Jesús pase de largo sin reconocernos.

Decíamos al principio que la parábola de las doncellas se enmarca en esos mensajes "de final" que Jesús quiere dar a sus discípulos. Pablo en su Carta Primera a los Tesalonicenses nos presenta, de manera muy gráfica, el momento de la Segunda Venida de Jesús, de la Parusía. San Pablo pensaba, en el momento que escribió, ese texto que dicha venida estaba cercana. Y que el mismo --y los de su generación-- verían la gloria del Señor y esa misma Gloria aplicada a los cuerpos de los que todavía no habían muerto. Al oír la trompeta los vivos se reunirían con Jesucristo y sus santos. Pablo reconoció después que ese momento feliz y grandioso no iba a llegar tan pronto. Pero no por eso perdió la esperanza en la resurrección gloriosa de la carne, de todos los hombres. Su relato tendrá sin duda, un fuerte sentido profético y como decíamos una enorme belleza. Pero a nosotros, hoy, nos sirve para meditar en el final que nos ofrece Cristo. En el tránsito feliz hacia la vida que no acaba. Y para llegar a esa vida que no acaba, en algún momento, el Maestro nos reconocerá. Y juntos iniciaremos una existencia inimaginable.

No es mucho trabajo desplegar una cierta atención para evitar desidias, traiciones y ausencia de responsabilidad que pueden afear nuestro semblante de seguidores de Cristo y hacernos irreconocible. Los aislamientos soberbios, las soledades egoístas, la lejanía de los hermanos y de sus necesidades es lo que puede ensombrecer y afear el rostro. Meditemos pues en lo que la Palabra de Dios ha querido decirnos hoy. Reparemos en su precisión, belleza y sólido argumento. Y no olvidemos que son, naturalmente, palabras de vida eterna.

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