17 noviembre 2014

Hoy es 17 de noviembre, lunes de la XXXIII semana de Tiempo Ordinario.

Hoy es 17 de noviembre, lunes de la XXXIII semana de Tiempo Ordinario.
Hoy, Señor, quiero salirte al paso. Como el ciego del evangelio quiero tomar la iniciativa y buscarte. Desde los caminos de mi vida cotidiana te grito pidiendo ayuda. La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 18, 35-43):
En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna.
Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: «Pasa Jesús Nazareno.»
Entonces gritó: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!»
Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
Él dijo: «Señor, que vea otra vez.»
Jesús le contestó: «Recobra la vista, tu fe te ha curado.»
En seguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.
Jesús se acerca a Jericó, la última parada antes de llegar a Jerusalén.
Le acompaña bastante gente. A la puerta de la ciudad había unos mendigos pidiendo. Uno era ciego. Marcos dice que se llamaba Bartimeo (el hijo de Timeo). Éste oye el alboroto y pregunta de qué se trata. Le dicen que pasa Jesús de Nazaret. Él ha oído hablar de él y de las obras que hace: que cura a los ciegos y a otros enfermos y anuncia la buena nueva a los pobres. Y comienza a gritar: -« ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» Los ojos del cuerpo no ven, pero los del corazón sí han descubierto al Enviado de Dios, al salvador esperado, pues hace las obras que los profetas anunciaron que haría el Mesías. Algunos quieren callarlo, (siempre el grito de los pobres molesta, también ahora…), pero él insiste en su grito: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Señor, cuántos te vieron y escucharon y vieron las obras que hacías, pero no creyeron, se negaron a ver que en ti y en tus obras se mostraba Dios. Y siguieron ciegos, sin ver quién eras en verdad. ¡Qué pena, Señor! Tú, el Salvador, el Libertador de todo esclavitud estás ahí, liberando, salvando…, y ellos sin ver, y esperando otro libertador…
¿No nos pasa a nosotros algo parecido? Andamos por la vida anhelando, buscando a alguien que nos libere de esta angustia, de este cansancio y desesperanza, de esta soledad, de esta impotencia para romper cadenas… Y el Señor está ahí, ofreciéndonos llenar nuestra vida de un sentido nuevo, de una ilusión renovada, de una paz que no encontramos ni nadie puede dar nos; pero nosotros ni lo vemos ni creemos que sea el que buscamos. Y seguimos suspirando por otros libertadores: “¡Ah, si se me solucionara este problema, si encontrara otro trabajo, si mi mujer o mi esposo o mis hijos cambiaran, si… si… si….!” Hoy, Señor, al meditar este pasaje, siento que pasas junto a mí. Detente. Ábreme los ojos . Que vea que tú eres a quien necesito, a quien busco, a quien espero. Concédeme la gracia de dejarme encontrar por ti, que andas buscándome desde siempre.
Jesús se detiene y lo manda llamar (a él no le molesta el grito del pobre) y le pregunta: -« ¿Qué quieres que haga por ti?» Y el ciego le rogó: -«Señor, que vea otra vez.» Y Jesús responde: «Recobra la vista, tu fe te ha curado”. La fe en Jesús siempre salva. Y la transformación del corazón obrada por Dios en el ciego, se manifiesta también exteriormente: “En seguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios.” He ahí un corazón agradecido: sigue a Jesús en su camino a Jerusalén, -en su camino de entrega y servicio-, alabando a Dios. También a nosotros, en el Bautismo, el Señor nos abrió los ojos de la fe. Y después la seguido alimentado con su Palabra y los sacramentos y con mil gracias. ¿ S seguimos nosotros a Jesús, por el camino del servicio, alabando y dando gracias a Dios? Ha habido momentos, Señor, en que veía muy claro tu amor y te seguía alabándote, contento y feliz de que fueras mi Señor. Pero en otros momentos se obscurecieron mis ojos y se apagaron mis alabanzas. Hoy te pido, Señor, que nunca se vuelva a apagar tu luz. Y si alguna vez se oscurece, que te grite como Bartimeo: “Señor, que vea otra vez.” Y sé que tú dirás sobre mí las palabras que dijiste sobre él: “Recobra la vista”. Entonces volveré a ver tu amor con la claridad de otras veces y te seguiré contento de ser discípulo tuyo y alabándote por ser mi Señor.
Lee de nuevo el texto y sitúate en la escena, entre la gente, con el ciego y con Jesús. Déjate llevar por los detalles que sólo tú descubres. Deja que el evangelio te transforme con sólo contemplarlo.
Te he gritado, Señor y tú has respondido con una pregunta. ¿Qué puedo hacer por ti? Es el momento de responder, de dejarme mirar por ti y contestar esa pregunta desde lo más íntimo. ¿Qué puedes hacer hoy por mí, Señor?
Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.

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