16 septiembre 2014

Hoy es 16 de septiembre, martes de la XXIV semana de Tiempo Ordinario.

Hoy es 16 de septiembre, martes de la XXIV semana de Tiempo Ordinario.
Deseos, preguntas, necesidad de cercanía, una certeza, dudas, fidelidad… algo ha hecho que quieras acercarte a Dios en este momento. Ahora, comienza un tiempo de encuentro y de escucha interior. Disponte dejando a un lado las preocupaciones y deja que Dios te haga compañía.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 7, 11-17):
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.»

Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!»
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
“Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda”. Por una parte, Jesús y sus discípulos -la procesión de la vida-  entran en la ciudad,  y, por otra, una viuda que va a enterar a su hijo único y sus acompañantes -la procesión de la muerte – salen… Lo que había perdido aquella mujer era mucho más que un hijo: era su hijo único, el único apoyo que tenía. Quedaba sola, indefensa y en la indigencia. Jesús siente lástima, y la lástima le empuja a actuar. Dijo a la madre: “No llores. Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!” Y el poder de la vida vence al poder de la muerte: “el muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre”. Jesús no sólo predica la Buena Nueva del de la vida, del amor y la misericordia, sino que, sobre todo, la hace presente allí donde está. Por donde pasa va surgiendo la vida. Con ello muestra que ha llegado el tiempo de la salvación, que “Dios ha visitado a su pueblo”. Señor, que donde esté yo se haga presente también la misericordia y el amor y surja la vida. Que me acerque al que sufre. Muchas veces no podré solucionar su problema, pero sí acompañarle y compartir su dolor y, de alguna manera,  hacer que “resucite” en su corazón la ilusión y a las ganas de vivir.
Al dolor y al sufrimiento ¡cómo los tememos! Sin embargo, son inevitables. El mismo Cristo no quiso librarse del sufrimiento, de la soledad, de la ingratitud, sino que, al hacerse uno de nosotros, quiso pasar por todas esas amargas experiencias. Señor, que cuando llegue el dolor,  te mire a ti para aprender a sufrir con sentido cristiano. Juan Pablo II decía: “La fe en Cristo no su­prime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo subli­ma, lo vuelve válido para la eternidad”. Por eso, Señor, quiero unir mi sufrimiento al tuyo en la cruz. Y quiero sufrir, como tú, por amor y con amor, ofreciéndolo por este mundo tan olvidado de ti, por los que quiero y por toda tu  Iglesia. 
¡Cuántas veces también nosotros nos encontramos hundidos, no en la muerte física, pero sí en la muerte espiritual! Nos sentimos atrapados por el dolor y el sufrimiento, por la desgana espiritual, por la tibieza, por el desánimo… Señor Jesús, en esos momentos en los que me siento azotado por la angustia y el sufrimiento, acércate a mí y di tu palabra poderosa: “¡A ti te lo digo: levántate!” Sí, Señor,  no pases de largo; acércate a mí y que yo oiga ese “levántate”. Que si tú lo dices, Señor, experimentaré también la victoria de la vida sobre la muerte, reviviré y podré comenzar de nuevo. 
Vuelve ahora a leer el texto fijándote en los gestos y movimientos de Jesús. Su mirada compasiva, su cercanía al dolor, su voz, su manera de tocar.
Ahora, puedes hablarle a Dios o a Jesús cara a cara, con tus propias preguntas. Háblale de las situaciones de tu vida o a tu alrededor que hallas recordado. Comparte los nombres de la gente que hallas recordado. Pídele su cercanía o dales gracias por su compasión. Siéntete libre y cómodo para expresarte. Él te escucha.
Dios te salve María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo.
Bendita tú eres,
entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María,
Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.

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