14 septiembre 2014

Hoy es 14 de septiembre, domingo de la XXIV semana de Tiempo Ordinario, festividad de la Exaltación de la Cruz.

Hoy es 14 de septiembre, domingo de la XXIV semana de Tiempo Ordinario, festividad de la Exaltación de la Cruz.
Hoy es tiempo de hacer camino con el resucitado. Sereno mi respiración para dejarme encontrar por él. Acojo su mirada amorosa, a su luz. Me hago consciente del camino interior que estoy haciendo en este momento de mi vida, porque estoy de camino. Puedo escuchar a mi lado a Jesús, eterno peregrino. Me atrevo a exponerme a su pregunta. Esperar que la respuesta nazca de mi manantial más profundo, donde resuena nítida la voz de Dios. Espíritu Santo, afina mis oídos, quiero reconocer tu voz.

La lectura de hoy es del evangelio Juan (Jn 3, 13-17):
«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: -Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.”
A Nicodemo le dice Jesús, que él, el Hijo del Hombre, el Mesías de Dios, “el que bajó del cielo”, el único, pues,  que puede traer la salvación, tiene que ser elevado,  “para que todo el que cree en él tenga vida eterna.” Para eso ha venido: para salvarnos, para que lleguemos a ser hijos de Dios. Ello le costará recorrer un camino de dolor hasta la cruz, en la que morirá, consumando así su entrega. Y porque se entregó hasta la muerte en cruz,  Dios lo exaltó. Juan Pablo II nos animaba a los cristianos: «No tengáis miedo a la Cruz de Cristo. La Cruz es el árbol de la vida. Es la fuente de toda alegría y de toda paz. Fue el único modo por el que Jesús alcanzó la resurrección y el triunfo. Es el único modo por el que nosotros participamos en su vida, ahora y para siempre»  Señor, ¡qué infinito amor, el tuyo! ¡Qué infinita generosidad! Dar la vida para  abrirnos las puertas de la casa del Padre. Que en los momentos de desaliento, te mire en la cruz… Porque, ¡qué soportable se hace todo, cuando mirando la cruz, pienso por qué está levantada en medio del mundo, y tú clavado en ella!
Escribe José Antonio Pagola: “Cuando un creyente mira al Crucificado y penetra con los ojos de la fe en el misterio que se encierra en la Cruz, sólo descubre amor inmenso, ternura insondable de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo. Lo dice el evangelio de Juan de manera admirable: ´Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo para que todo el crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna´. La Cruz nos revela el amor increíble de Dios. Ya nada ni nadie nos podrán separar de él.” Así de inmenso ha sido el amor de Dios a los hombres. Así de valiosos somos para Dios. ¡Qué consoladora revelación la de san Juan: Dios nos ama a cada uno de nosotros, y, porque nos ama, nos salva! Al escuchar esto, ¿no se rompen todas nuestras imágenes de un Dios juez severo que observa minuciosamente nuestros pecados para condenarnos? El Dios que se nos ha revelado en Jesús no es el Dios del temor, sino el Dios del amor; no es el Dios que ha venido a condenar, sino a salvar: “Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
¡La cruz, la que tanto nos asusta, la que Jesús abrazó amorosamente y por la que nos vino la salvación! Y no porque Jesús amara el sufrimiento por el sufrimiento, sino porque era la manera de romper todos los sufrimientos del hombre. A la cruz le llevó su estilo de vida, una vida de amor, de entrega y acogimiento de todos –buenos y pecadores-, tan contrario al de los jefes religiosos judíos, a los que tanto les molestaba. El dijo: “El que quiera seguirme que cargue con su cruz cada día y se venga conmigo.” Y cargar con la  cruz es vivir como él, abrazado a la voluntad de Dios, y amando y entregándose a todos sin reserva,  y acogiendo y perdonando y haciendo el bien incluso a los enemigos. ¿Cargo cada día con la cruz del seguimiento de Cristo? ¿Acepto las renuncias y sacrificios que conlleva vivir cristianamente, o rehúyo todo lo que me cuesta? Señor, que cuando me canse o me dé miedo la renuncia, te mire a ti ahí, clavado, y recuerde aquello del viejo himno latino del Adeste, fideles: “Sic nos amantem, quis non redamaret?”, que traducido dice: “Al que así nos ha amado, ¿quién no le amará?”
Me dispongo a cerrar este rato de oración. A pasar serenamente del corazón de Jesús al corazón del mundo, inundado de su presencia. Doy gracias al maestro por este tiempo que me ha regalado.
Tu cruz… ¡mi vuelo!
 
En tu cruz, Señor,
sólo hay dos palos,
el que apunta como una flecha al cielo
y el que acuesta tus brazos
No hay cruz sin ellos
y no hay vuelo.
Sin ellos no hay abrazo
Abrazar y volar.
Ansias del hombre en celo.
Abrazar esta tierra
y llevármela dentro.
Enséñame a ser tu abrazo.
Y tu pecho.
A ser regazo tuyo
y camino hacia Ti
de regreso.
Pero no camino mío,
sino con muchos dentro.
Dime cómo se ama
hasta el extremo.
Y convierte en ave
la cruz que ya llevo.
¡O que me lleva!
porque ya estoy en vuelo.
 
Ignacio Iglesias, sj
Para la semana que comienza, pido al Espíritu que me conduzca por su camino. Me inspire la manera de confesar su nombre y me muestre el paso que me invita a dar en su seguimiento. Que esta oración me acompañe a lo largo de la semana. Repitiendo en mi interior, una y otra vez, ese anhelo. Quiero abrazar tu cruz, Señor…, quiero abrazar tu cruz, Señor…

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