16 marzo 2014

Hoy es 16 de marzo, domingo II de Cuaresma.

Hoy es el segundo domingo de Cuaresma. Avanzamos suavemente por el camino que nos lleva a Jerusalén, hacia la Pascua. De nuevo, el Señor, me ha citado en este camino para disfrutar de su encuentro. Él está aquí para mí. Yo estoy aquí, y sólo aquí. Mi cuerpo se serena, mi respiración se sosiega. Y pido al Espíritu de Dios, que me adentre en su misterio, en mi misterio. Espíritu de Jesús, yo te pido, ora hoy en mi corazón.

La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 17, 1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: -«Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: -«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: -«Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: -«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
En la liturgia de hoy aparece la figura de Abraham. Un hombre que vivía tranquilo, instalado en sus cosas, sus ganados, su familia... Pero vive en una profunda frustración: no tiene hijos; su vida la considera, pues, estéril, sin futuro. Y ahí, en su circunstancia concreta le llega la Palabra de Dios y su promesa: “sal de tu tierra y de la casa de tu padre... Haré de ti gran pueblo...” Abraham se fió y se puso en camino. No sabía adónde iba. Sólo tenía una Palabra y dos promesas. Pero él se agarró a esa Palabra y creyó firmemente en esas promesas. Y sabemos que Dios no le falló: le entregó una tierra y le dio un hijo, en quien arranca el pueblo de Israel. También nosotros estamos tal vez tranquilos, instalado en nuestras cosas, nuestras seguridades, en nuestras pequeñas felicidades, en un cristianismo de ir tirando... Pero, como Abraham, ¿no nos sentimos frustrados en lo más profundo de nuestro corazón? Tenemos muchas cosas, pero ¿no experimentamos nuestra vida bastante insatisfecha, estéril, sin contenido y falta de un sentido profundo? En esta Cuaresma nos llega la Palabra de Dios que nos invita: “sal de tu tierra, de ésa mediocridad en la que vives y ponte en camino. Yo quiero darte una fe más viva, una vida más llena de amor, de solidaridad, de entrega...Señor, que como Abraham, me fie de ti  y me ponga en camino...
En el evangelio se nos presenta a Jesús subiendo a Jerusalén, la ciudad de la entrega. A sus discípulos les había anunciado que en Jerusalén el Mesías sería entregado a sus enemigos, que sería maltratado y moriría en la cruz. Jesús sube, pues, a la entrega total de su vida por amor. El domingo pasado lo veíamos tentado: el enemigo pretendía apartarlo de este camino y le invitaba a recorrer el camino de la comodidad, del triunfo y del poder. Pero Jesús se agarró a la Palabra de Dios y rechazó esas insinuaciones: “no solo de pan vive el hombre...”, “no tentarás al señor tu Dios“...,  “solo al Señor tu Dios servirás y darás culto...” Escogió ser fiel a los planes del Padre y recorrer el camino de la humillación, del servicio y de la entrega. Y sabemos que el Padre tampoco falló a Jesús. La vida de Jesús no terminará en el fracaso, en la tumba, sino que el Padre se pondrá de su parte y lo resucitará. Hoy el episodio de la transfiguración nos deja ver anticipadamente la glorificación a la que camina Jesús y los que le sigan. Como dice San Beda: «Cuando el Señor se transfigura, nos da a conocer la gloria de la resurrección suya y de la nuestra. »
Esta visión anticipada de la resurrección, en el Tabor,  y la voz del Padre que dice: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo» disipan los miedos que  se habían instalado en el corazón de los discípulos ante el anuncio de la Pasión, que les había hecho Jesús. Y se sienten animados a seguir al Maestro en su camino de entrega. También a nosotros nos asustan las exigencias del evangelio de Jesús. Por eso necesitamos subir con frecuencia al “tabor” del silencio y la oración para que el Señor nos haga descubrir que el camino de Jesús –camino de fidelidad al amor de Dios y a los hombres- no acaba en el fracaso sino en el triunfo y el gozo de la resurrección. Señor,  hoy nos haces ver también a nosotros que, aunque a veces se nos haga difícil, vale la pena seguirte; que vale la pena romper con los criterios del mundo y vivir según los criterios de tu evangelio. Ayúdanos para que en esta Cuaresma dediquemos tiempo a retirarnos para –en el silencio y la oración- escuchar las palabras del Padre que resuenan en nuestro corazón: "Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo". Y que te escuchemos y te sigamos.
Vuelvo a acoger el evangelio, como si presente me hallase. La presencia luminosa del Padre que me envuelve, me abraza y escucho de sus labios: Tú eres mi hijo amado. No recibas de nadie otra identidad. Y tal vez siento que mi convencimiento se agranda. Es mi padre, es mi amigo. Es mi creador. Intuyo que ésta es la vida resucitada. Y la recibo, por gracia y esta me basta.
Desde lo que siente mi corazón, doy gracias a Jesús por este encuentro, por esta cita siempre nueva. Le doy gracias, y voy terminando este rato de oración, pero no pierdo su presencia. Una semana se abre ante mí. De su mano voy bajando la montaña al valle. Del misterio del ser eterno al milagro de la pequeña acción cotidiana. Convierte esta oración en un mantra. Una frase que te pueda acompañar a lo largo de esta semana, repitiendo en tu interior, una y otra vez, ese anhelo. Que te escuche siempre para descubrir tu nombre, que te escuche siempre para descubrir tu nombre…

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