15 septiembre 2013

Domingo 15 septiembre

Hoy es domingo, 15 de septiembre.
Me dispongo a vivir este encuentro con Dios al compás del corazón. Siento su latido y respiro serenamente. Reconozco su presencia que me envuelve dentro del abrazo integrador del Padre de Jesús. Él pronuncia ahora mi nombre de nuevo y despierta mi oído con la fuerza y la ternura de su palabra. Espíritu de Jesús, ora en mi corazón.
El miserere es un himno de misericordia. La oración de un corazón que se pone en manos de Dios, consciente de la propia fragilidad, pero confiando en el amor de Dios, que siempre te espera.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 15, 1-32):
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido." Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: "iFelicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido." Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna." El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba comer. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros." Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebramos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud." Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tu bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado." El padre le dijo: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."»
Rebosando alegría, la palabra me invita hoy a saborear la crema de mi fe. Me invita a entrar en la casa del Padre y participar en su banquete, hasta poder afirmar, asombrado, que no se trata de buscar a Dios por ningún camino, sino de creer que él me está buscando siempre. De dejarme encontrar y de confiarle amorosamente la vida.
El hijo mayor de la parábola no entendía nada, acusaba, murmuraba. Y yo, ¿comprendo de verdad que Dios es pastor y mujer, misterio de amor y de fiesta, Padre de besos y abrazos? Pido al espíritu que me ayude a reconocer el dualismo en el que vivo a veces, en la casa y lejos a la vez, rodeado de cariño paternal, rechazando a los hermanos.
Si me reconozco en el hijo pequeño, puedo entrar dentro de mí, experimentar que me siento inseguro y que tengo hambre. Conectar con el rostro de Dios dibujado en mis entrañas y sentir deseo de estar con él. ¿Qué pasos me siento invitado a dar o qué resistencias vencer para disfrutar de su presencia en todas las cosas?
El Padre de Jesús guarda silencio. Él me espera sin coacciones, me añora cada amanecer y me recibe cada noche. Yo sé que su alegre misericordia es gratuita y total. Pero sólo puede afectarme si le hago hueco en mi vida.
Yo, pecador
Señor, cuando me encierro en mí,
no existe nada:
ni tu cielo y tus montes,
tus vientos y tus mares;
ni tu sol, ni la lluvia de estrellas.
Ni existen los demás
ni existes Tú,
ni existo yo.
A fuerza de pensarme,
me destruyo.
Y una oscura soledad me envuelve,
y no veo nada y no oigo nada.
Cúrame, Señor,
cúrame por dentro,
como a los ciegos, mudos y leprosos,
que te presentaban.
Yo me presento.
Cúrame el corazón,
de donde sale lo que otros padecen
y donde llevo mudo y reprimido
el amor tuyo, que les debo.
Despiértame, Señor,
de este coma profundo,
que es amarme por encima de todo.
Que yo vuelva a ver,
a verte, a verles,
a ver tus cosas a ver tu vida,
a ver tus hijos....
Y que empiece a hablar,
como los niños, –balbuceando–,
las dos palabras más redondas
de la vida: PADRE NUESTRO.
Ignacio Iglesias, S.J
Voy terminando esta contemplación. Sí, pero permanezco en la casa del Padre de Jesús. dejándome llevar por los sentimientos, sensaciones o luces que más me hayan impactado, le doy gracias. Sobre todo por ser la fotografía acabada de su padre, nuestro padre. Con espíritu agradecido, me dispongo a recorrer el camino cotidiano de mi semana, invitando a otros a la fiesta. Hasta que el beso de Dios llegue a todos los rincones de la tierra. Que esta oración te pueda acompañar a lo largo de la semana, repitiendo en tu interior, una y otra vez ese anhelo: cada día Señor, ven a buscarme y llévame siempre contigo…, cada día Señor, ven a buscarme y llévame siempre contigo…

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