19 noviembre 2012

Reflexión: Las huellas de Dios por la ciudad


Verdaderamente Dios está en todas partes. Pero, sobre todo, en el hombre y en las obras del hombre. Y la ciudad es antes que nada esto: obra del hombre, que como todas refleja su grandeza y su misericordia, su gracia y su pecado. Tal vez una de las tareas más urgentes de nuestra generación de creyentes sea auscultar los signos de Dios, los "rumores de trascendencia" de nuestra civilización científico-técnica, burocrática y urbana. Unos ojos suficientemente ahondados por la fe y suficientemente tranquilos para mirar con atención y para contemplar, descubrirán destellos de la gloria de Dios, de su bondad y de su belleza en esta gran obra humana que es la ciudad. Con sus grandes riquezas culturales, con sus prodigios técnicos, con sus ingeniosas soluciones a los complejos problemas que plantea una aglomeración. También con sus carencias, sus defectos, sus fracasos éticos, sus injusticias. Con todas esas deficiencias que rebajan el orgullo del hombre porque le muestran su natural finitud y, lo que es peor, su pecado.
Pero son los hombres de la ciudad los que más claramente reflejan el rostro de Dios. Y en ella, los que más padecen sus problemas: los pobres, los ancianos, los débiles de toda condición, los marginados, los desesperados. Los creyentes de hoy admiramos con razón y seguimos rezando los salmos, el "Cántico Espiritual" de san Juan de la Cruz. La ciudad nos está invitando a añadirles nuevas estrofas: la alabanza a Dios por el hermano alcohólico y el drogadicto que se ven atrapados en algo que en el fondo no quieren; por la hermana prostituta que está suspirando por otra forma de vida; por el hermano anciano, solo en su buhardilla o que comparte su soledad en la residencia de ancianos; por los hermanos enfermos crónicos y minusválidos en sus casas o e las grandes ciudades sanitarias; por los hermanos sin trabajo; por el extranjero forzado a vivir entre nosotros sin siquiera señales de identidad; por el desarraigado, el preso, el delincuente. Y por tantos otros hermanos vecinos de casa o barrio hartos de tristeza y de soledad.
Realmente quien cree en el Evangelio: "Cuanto hicisteis a uno de estos pequeños me lo hicisteis a mí" (Mt 25, 40); "Tuve hambre y me disteis de comer..." (Mt 25, 35) no necesita mirar al firmamento estrellado, ni al agua "que es pura, humilde y útil", ni escuchar "la música callada, la soledad sonora" para descubrir el rostro de Dios. La gran ciudad moderna -lugar de tantas tristezas y tantas tragedias humanas- puede ser para el cristiano un lugar privilegiado para el encuentro permanente con Dios.
José Luis Linares del Río