19 octubre 2015

El viento que sopla a veces empuja hacia arriba

Cuando en la oficina se discute de religión
Hasta en la oficina se habla de temas religiosos y alguno se acalora discutiéndolos. Desgraciadamente esto sólo sucede cuando andan de por medio los escándalos que afloran a veces en el mundo eclesial.
Aparte del señor Ricardo que se interesa por el mundo judío, los demás se manifiestan apasionados exclusivamente cuando comentan chismes y basuras varias.
La semana pasada circulaba un libro salido de las bajas cocinas del Vaticano y que suministraba alimento en abundancia para bocas ávidas de engullir enjuagues de platos y otras delicias repugnantes. Cosas picantes, con la dosis precisa de veneno. Albóndigas fabricadas con ingredientes de dudosa proveniencia, sin excluir las sobras.
Era más que suficiente para destapar comentarios desenfrenados que giraban en torno a ciertos nombramientos (bastante discutidos) y a ciertas promociones (bastante discutibles). Se desempolvaba la fórmula de siempre: quién, cómo, y gracias a quién.

El señor M. presumía de estar informadísimo en asuntos de intrigas clericales, porque tiene un amigo —él dice un prelado—, muy metido en ambientes curiales, que le ofrece, en sesión privada, noticias bastante golosas.
El jefe de la oficina, que entiende mucho de promociones, defendía que hay gente que, a fuerza de rastrear, deja en el pavimento inequívocas aunque sutiles huellas babosas. Con el pasar del tiempo y el multiplicarse de las adulaciones, alguno se eleva cada vez más, hasta alcanzar niveles impensables, de vértigo. Exagerado.
El contador B., encargado de relaciones públicas, decía que todo es cuestión de padrino. Hay que asegurar el mejor, en el momento preciso, y cortejarlo de la manera más eficaz.
Sin embargo el señor M. rebatía esto afirmando que todo es cuestión de viento. Husmeando el viento que sopla, el aspirante carrerista, aunque lo disimule, es más declara que él no se preocupa de esto en absoluto, que no quiere buscarse quebraderos de cabeza, que quiere vivir tranquilo, que está bien donde está, se abandona a la corriente que lo lleva cada vez más lejos, y a veces lo levanta muy alto (y aquí el pícaro sacaba de su repertorio una imagen que no puedo contar).
El jefe de la oficina, basándose quizás en experiencias personales, añadía que ciertos títulos y ciertas promociones constituyen una recompensa por los servicios prestados (ciertamente no de tipo evangélico).
En este momento interviene el profesor B., que es un poco el intelectual de nuestra compañía, y sacaba a relucir una ley denominada «principio de Peter». Que dice así (lo he anotado diligentemente): «En una jerarquía cada empleado tiende a subir hasta su nivel de incompetencia».
Como decir: uno se las arregla muy bien en cierto campo, obtiene resultados en ese sector específico, y sube de categoría. A fuerza de promociones por méritos adquiridos y reconocidos, sube hasta alcanzar un nivel y una responsabilidad en la que se manifiesta impreparado e inadecuado (digamos también incompetente), por lo que acabará causando desastres, al menos que no tenga cercano, en la sombra, a alguna persona experta que le evite hacer mal papel cargándose con ese trabajo oscuro.
Yo casi nunca participo en ese tipo de discusiones, porque las considero inútiles, y constituyen una coartada para justificar el propio ocultamiento frente a un compromiso concreto en la Iglesia y para no afrontar los problemas y las opciones reales en la propia vida.
De todos modos, no tengo dificultad en reconocer que la ambición, la vanidad y el carrerismo, con acompañamiento de envidias, celos, rivalidades, competiciones que no excluyen golpes bajos, búsqueda descarada de apoyos, son fenómenos reales también en territorio sagrado. Y tengo que decir que me hacen sufrir y a veces indignarme.
Pero, con todo, no me sorprende demasiado.
Qué desfachatez
Precisamente el evangelio del domingo me da la razón. Del virus de la ambición no estaban inmunes ni siquiera los apóstoles.
Ahí están Juan y Santiago que han sido explícitos en la petición: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir». Apenas Jesús pregunta qué puede hacer por ellos, descubren inmediatamente las cartas, sin falsos pudores: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Se supone que después ellos ya se entenderían sobre quién debería ocupar el puesto de la derecha y quién el otro: por ahora la cuestión quedaba en suspenso. En suma, una cuestión para discutir en familia en el tiempo oportuno. Un asunto a tratar a solas, lejos de ojos y oídos indiscretos.
Esto se llama hablar claro. Sin embargo, normalmente la vanagloria se tiene escondida prudentemente en los pensamientos y deseos secretos, aunque algún signo escapa inevitablemente hacia fuera.
Y también las tramas para conseguir determinados objetivos quedan ocultas, para no comprometer el resultado final. Un paso en falso, una noticia filtrada a los periódicos, y todo peligra de andar al garete.
Nuestro párroco ha hecho notar que Mateo, con mucha diplomacia, atribuye la responsabilidad del incidente a una intervención materna. Se sabe que las madres, por los hijos, están dispuestas a hacer cualquier cosa. Y alguna ingerencia materna, en ciertos asuntos, resulta comprensible y hasta tolerable. Marcos no adopta estas tácticas de prudencia. Demanda a los responsables, esto es, a los hijos. Ellos son los que pretenden esos puestos privilegiados, no se sabe bien a título de qué.
Pero Jesús, para los dos y para todos los otros que están con él, no tiene puestos privilegiados que regalar sino es junto a la cruz. Pero, cuando se trata del Calvario, jamás aparece un gran gentío y no hace falta dar codazos para llegar al primer puesto.
En este momento he completado por mi cuenta el análisis del predicador con un pensamiento maligno que me pellizcaba el cerebro. ¿Y si se cambiase la praxis? ¿y si el examen preliminar de los candidatos se hiciese ante la cruz, y comportase una distribución de clavos (obviamente no de adorno)? ¿y si se hiciese presente que los puestos de honor ya han sido solicitados por los dos eméritos ladrones? ¿y si el aspirante debiera demostrar que está dispuesto a soportar insultos y otras cosas poco agradables? En una palabra: ¿y si el único título válido fuese la señal de los clavos?
Los diez se muestran indignados frente a Santiago y Juan (falso enojo, me parece: en realidad se había desencadenado, quizás subterránea, la competición para acaparar puestos, precedencias, promociones, derechos adquiridos, salidas de carrera…), pero no se puede excluir que ellos estuvieran inmunes del virus de la grandeza. Por otra parte el Maestro echa la bronca a todo el grupo.
Cierto que impresiona esa afirmación categórica: «Vosotros nada de eso». Podría ser una afirmación más suave, pero es tajante: «nada de eso». Si al menos ahora, a distancia de un par de milenios… Desgraciadamente hemos de reconocer que en muchos casos, dos mil años después, se repite la historia. Se imitan otros modelos, ciertamente no el del Siervo sufriente y humillado.
El virus de la vanidad, que se manifestó aquel día de una manera clamorosa, encuentra aún en los recintos sagrados un amplio terreno de cultivo. Y ofrece, entre otras cosas, a mis colegas de oficina, muchas ocasiones de murmuraciones y tantos pretextos para llegar lejos.
El se compadece de todo, pero no tolera esas debilidades
Me pregunto si el «sumo sacerdote» de quien habla la Carta a los hebreos, estará dispuesto a tolerar este tipo de debilidades, que normalmente se minimizan (no sé si algún reverendo o reverendísimo se habrá confesado alguna vez diciendo: «He pecado porque me he dejado vencer por el demonio del carrerismo… He deseado el puesto de otros… he intrigado para obtenerlo, pisoteando mi dignidad y renunciando a mi libertad… he soñado en una promoción que creo que merezco, especialmente si pienso en ciertos colegas… me complazco viéndome revestido de aquellos hábitos solemnes…»).
«Despreciado y rechazado por los hombres…». Jeremías, como de costumbre, exagera. Para nosotros no es así. «Por favor, no lo digo por mí… Mi persona no cuenta… Es que anda de por medio el prestigio de la autoridad, el buen nombre de la religión, en último término el honor de Dios…». Se hace difícil, incluso con toda la buena voluntad, ver el honor de Dios pegado como una etiqueta en ciertos hábitos resplandecientes. La etiqueta se despega, inevitablemente, no puede sostenerse de ninguna manera.
Me viene a la cabeza la salida hiriente de un humorista: «Los títulos y los honores, no basta rechazarlos: hay que no merecerlos». Y añado yo: el único modo para no merecerlos según criterios mundanos y pisando los senderos tortuosos del orgullo y de la vanidad, siempre es el mismo: recorrer el camino de la cruz.
Sé con certeza (¡también yo tengo informadores!) que nuestro párroco, con ocasión de sus 25 años en la parroquia, cuando en el aire zumbaba, como un moscón insistente, la posibilidad del título de monseñor, ha logrado espantar la amenaza protestando: «¿Pero qué he hecho mal para que me privéis del título de simple cura, del que me honro? ¿me podéis asegurar que, a la puerta del cielo, el título sustitutivo que me queréis regalar será considerado válido?…».
Es lógico, por tanto, que el domingo comentase así el paso falso dado por los dos hermanos: «¡ Pobrecillos !… Se contentaban con poco… Hay que compadecerles. Quien se deja vencer por la ambición y la vanagloria cambia la perla preciosa por algún trocito de cristal coloreado y brillante. Un pésimo negocio, después de todo…».
A. Pronzato

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