Páginas

10 noviembre 2015

Martes XXXII de Tiempo Ordinario

Lucas 17, 7-10
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
Una realidad lamentable de nuestra naturaleza humana es que la mayoría de nosotros podemos fácilmente identificarnos con el patrón de esta parábola, pero la idea de ser el esclavo nos incomoda muchísimo. Estamos acostumbrados a decidir gran parte de lo que hacemos y la idea de estar constantemente a disposición de otra persona nos resulta inaceptable. No es raro, pues, que la cultura en la que vivimos haga que estas palabras de Jesús nos parezcan exageradas.
No obstante, esta entrega voluntaria y total a los designios de Dios es una cualidad que admiramos en los santos. Personas como la Virgen María y San José, así como los primeros mártires cristianos, los grandes misioneros y muchos santos del pasado, todos ellos renunciaron al derecho a tener su propia vida para cumplir los deseos de Dios. Fueron siervos entregados al Señor de un modo muy práctico y así no sólo encontraron gozo, sino también la energía, la caridad y la decisión que fueron las características de sus vidas.
Quizá la persona mejor conocida como ejemplo de estas cualidades en nuestra época fue la Madre Teresa de Calcuta, que decía:
“Si algo me pertenece, tengo pleno poder para usarlo como se me ocurra. Yo le pertenezco a Jesús, y él puede hacer conmigo lo que quiera. El trabajo no es mi vocación; puedo hacer este trabajo sin ser religiosa… Mi vocación es pertenecerle a él. Nuestra profesión es que le pertenecemos a él. Por lo tanto, estoy dispuesta a hacer cualquier cosa: lavar, fregar, limpiar. Soy como una madre que da a luz a un niño. El niño le pertenece a ella. Todo su trabajo de lavar, pasar la noche en vela y cosas parecidas, demuestra que el niño le pertenece a ella. La madre no hace normalmente este trabajo por un niño ajeno, pero hace cualquier cosa por el suyo. Si yo le pertenezco a Jesús, hago cualquier cosa por Jesús” (Total Surrender, 123)
Todos le pertenecemos a Dios y le debemos incluso nuestra propia existencia. Por muchas y variadas que sean nuestras buenas obras, jamás tendremos derecho a reclamarle nada. Y cuando hayan terminado nuestros años de humilde servicio, grande será nuestro premio gracias a la tierna e infinita misericordia de nuestro Señor.
“Amado Señor Jesús, queremos ser siervos tuyos, que nos encuentres trabajando fielmente por amor a ti y al prójimo cuando vuelvas para llevarnos contigo a las moradas celestiales.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario