06 junio 2016

Se le revolvieron las entrañas

¿A quién no le han dolido las muelas alguna vez? Hace años, tuve problemas con la dentadura y la experiencia me resultó muy poco agradable. Uno de los días, el dolor era tan agobiante que me dejó sin ánimo, sin ganas de hablar, sin fuerzas para nada. Recibí varias visitas de vecinos y amigos que se interesaban seriamente por mi salud y mi estado de ánimo. De entre todos ellos hubo uno que me impactó sobremanera y nunca podré olvidar aquella imagen. Me miraba con una atención intensamente solícita, su rostro reaccionaba a medida que le contaba los detalles de mi situación, y sus ojos sintonizaban con mi dolor hasta el punto de que yo sentía algo así como que era a él a quien le estaban doliendo las muelas.

La escena que hoy nos muestra el evangelio resulta patética, desoladora, profundamente dolorosa.. Jesús ha ido a Naín con sus discípulos y he aquí que se encuentran con una comitiva fúnebre. Iban a enterrar a un joven, hijo único de su madre, que era viuda. Jesús, dice el evangelista, se sintió profundamente conmovido. Dijo a la madre: “No llores”. Y al hijo: “Muchacho, a ti te digo: levántate”. El muerto se levantó y comenzó a hablar.
Si analizamos el contenido de la narración, observamos, en primer lugar, que el impacto que la escena produjo en Jesús y que hemos traducido diciendo que “se sintió profundamente conmovido”, en el texto original escrito en griego se expresa con un verbo que significa “se le revolvieron las entrañas”, es decir, se le desquiciaron todas sus vísceras; es el mismo verbo que los evangelistas utilizan en la multiplicación de los panes y los peces para expresar el sentimiento de Jesús, al contemplar a aquellas gentes que estaban sin comer por escucharle a Él, y que nosotros hemos traducido como “me da lástima esta multitud”.
Observamos también cómo Jesús, ante la desgracia, no se contenta con lamentarla: “se conmovió profundamente”, sino que pone todas sus energías en remediarla: “muchacho, a ti te digo: levántate”. Una vez más, el sentimiento nos conduce a la acción; y si no, no es sentimiento. Éste es el mensaje que Jesús intenta hoy inocularnos en nuestro corazón y en nuestra voluntad.
No se me oculta que estamos celebrando el Año Jubilar de la Misericordia. Tenemos que ser delicados, tiernos, perdonadores y curadores de heridas. Dios vino al mundo a salvar, no a condenar: a mimar a los pobres, a regalar ternura a los olvidados, a perdonar pecadores, a curar enfermos, a traer alegría a los tristes, a defender los derechos humanos pisoteados, a vencer la mentira con la verdad… Y ello le llevó a la cruz. Asumió nuestras deficiencias, nuestros fallos, nuestras miserias, nuestros desatinos, y respondió por ellos… Diríamos que le dolió nuestro dolor.
He ahí una de las lecciones más brillantes que nos impartió el Maestro. Ante los problemas y necesidades que agobian al prójimo, no basta con lamentarnos: “¡Qué pena me da!”, sino que ello debe conducirnos a la acción; debe revolvernos las entrañas de suerte que sintamos sus angustias como si fueran nuestras.
Se me ocurre sugerir que, al igual que, cuando nos presentan a una persona por primera vez, y ella dice: “Mucho gusto”, y nosotros le correspondemos con la misma afabilidad: “Su gusto es el mío”…, cuando alguien nos cuente su angustia y su pena, nos acostumbremos a decirle: “Tu dolor es el mío”.
Pedro Mari Zalbide

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