29 mayo 2016

Festividad del Corpus Christi

... instituiu a Eucaristia, a primeira quinta feira santa de todas
Cada vez que celebramos la Eucaristía lo hacemos para cumplir el deseo de Jesús: haced ESTO en conmemoración mía. 
Pero, ¿qué es “esto” que Jesús quiere que hagamos en su memoria? 
Por el relato de los evangelistas parece claro que en el “esto” Jesús quiso abarcar todo lo que supuso para Él aquella noche: la culminación de su entrega.
Los Sinópticos lo expresan con la institución de la Eucaristía: mi cuerpo que se entrega. San Juan con el lavatorio: se puso a lavarles los pies en actitud de servicio. 
Hacer “esto”, es tanto como decirnos: imitadme en mi actitud de
entrega a los demás, comprometeros seriamente a vivir conmigo la misericordia
El Papa Francisco, en la Bula “Misericordiae Vultus”, ha descrito muy acertadamente lo que es un corazón misericordioso semejante al de Jesús. La Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona, cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.
Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres. A causa de este amor compasivo curó los enfermos que le presentaban, consoló dolores que afligían corazones, orientó vidas desorientadas, perdonó pecados devolviendo la calma a los atormentados. Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales.
Comulgar con el cuerpo de Jesús no tiene ningún sentido si no es también comulgar con su actitud personal de entrega, la que tuvo aquella noche y la que presidió toda su vida, hasta llegar a darla físicamente.
San Pablo señaló algo verdaderamente profundo cuando en su 1ª carta a los cristianos de Corinto les dijo: “Siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (11,26).
Anunciar la muerte de Jesús es mantener vivo el gesto de entrega de Jesús, que no es otro, que el del amor y que a su vez propuso como signo de aquellos que se digan sus seguidores. “En esto, en el amor, conocerán que sois discípulos míos” (Jn. 13,32) 
La importancia transcendental de mantener vivo este gesto, lo entendió perfectamente la iglesia primitiva. En los Hechos de los Apóstoles (2,42) se dice que los cristianos “perseveraban en la fracción del pan” y San Pablo a los cristianos de Corinto (1ª 11, 20) les da consejos a tener en cuenta “cuando se reúnen para comer la cena del Señor”.
No podía ser de otra manera por lo que la Eucaristía tiene de mantener viva la actitud cristiana de entrega, de amor a los demás, garantía de la vida eterna.
San Juan (6, 48) nos recuerda las palabras de Jesús: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre y el pan que yo le voy a dar es mi carne para la vida del mundo”.
“Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del cielo; el que come de él no muere”.
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí”.
Aquellos que oyeron por primera vez las palabras de Jesús las malentendieron y pensaron que comulgar era comer físicamente el cuerpo de Jesús.
San Juan recoge en su Evangelio la perplejidad de aquellas gentes cuando lo oyeron en la Sinagoga de Cafarnaúm. Dice el evangelista que muchos de sus seguidores le abandonaron.
Tanta fue la sorpresa, que hasta los mismos apóstoles fueron preguntados por Jesús, sobre sus intenciones de abandonarle también ellos.
No nos escandalicemos también nosotros. No nos confundan las palabras desviándonos del verdadero sentido de la propuesta de Jesús. Lo que nos ha querido decir es que, quien comulga de verdad, sintoniza plenamente con su corazón misericordioso y se hace acreedor a la misericordia de Dios.
Repasemos lo que sabemos de Jesús y veamos si toda su personalidad, su entereza moral, su equilibrio psicológico, la grandeza de su mensaje, su absoluta coherencia con todo y siempre: ante el triunfo, ante la derrota, ante el éxito, ante los fracasos, ante los pobres y ante los poderosos, ante todas las situaciones que le puso la vida, si su extraordinaria personalidad no despierta una confianza total en Él, algo que nos permita creerle sin que suponga, por nuestra parte, un infantilismo psicológico. 
Dejemos de complicarnos la vida con lo que no podemos entender. La presencia de Jesús en la Eucaristía es tan misteriosa como su propia realidad personal. Jesús es un misterio en sí mismo y sus actuaciones participan de ese mismo misterio.
Nuestra actitud de fe es creerle y aprovecharnos de sus enseñanzas. Su promesa de que quien comulga no morirá, que tendrá la vida eterna, porque Él le resucitará y que vivirá por Él, no son sino, otras formulaciones de aquella idea que expuso en la parábola del juicio final. Todo aquel que ama a los demás será bendito de su Padre y poseerá el reino eterno. (Mt. 25,34ss)
No confundamos las cosas y captando exactamente la intencionalidad de Jesús. Digámosle como San Pedro: “Tú tienes palabras de vida eterna”.
La “interpretación” de la Eucaristía como la plena entrega a los demás exige un proceso. Un primer paso sería determinarnos a que nadie que conviva con nosotros sufra por nuestra causa. No ser nunca causa de dolor para los demás. Un segundo paso sería preocuparnos de hacerles felices en aquellas pequeñas cosas que, sin embargo, son necesarias para una vida satisfactoria. El tercer paso sería ayudar al prójimo en asuntos de mayor envergadura y que nos exijan un mayor esfuerzo. El último, el que nos asemejaría plenamente a Jesús, sería pensar en los otros tanto como lo que pensamos en nosotros. Sería el grado perfecto de Eucaristía: amar a los otros como a nosotros mismos.
Lo “exigente” de este último paso no debe servirnos de excusa, para no dar los tres primeros, que esos sí están más a nuestra mano.
Valoremos en todo lo que es y supone la Eucaristía y cuando la celebremos sintámonos identificados con Jesús en su entrega a los demás con la gozosa esperanza de que un día la celebraremos con Él en la casa del Padre. AMÉN.
Pedro Sáez

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