25 noviembre 2015

Comentario al Evangelio de hoy, 25 noviembre



Queridos hermanos:
 “De Dios nadie se burla” (Gal 6,7). Fue un dicho muy socorrido por los predicadores decimonónicos e incluso posteriores. Lo esgrimían como instrumento de temor y de lucha contra el pecado, contra el menosprecio del plan de Dios. Quizá se abusó de la expresión de Pablo. Y sin embargo no puede negarse la profunda verdad que encierra. Hay vidas logradas y vidas erradas, las hay gigantes y las hay de “subdesarrollados” en el peor sentido de la palabra; quien desprecia lo divino termina a veces despreciándose a sí mismo.
Sólo quien en su vida concede espacio a la transcendencia alcanza una estatura auténticamente humana; sólo quien mira más allá de las cosas llega a conocer las cosas. Hace algunas décadas cantábamos en España aquello de “¿qué nos importa toda esa gente que mira a la tierra y no ve más que tierra?”. El hombre, capacitado para ver mucho más allá de sí mismo, lleva consigo también el riesgo de encerrarse en lo caduco y de caer en el engaño de que para ser libre debe empequeñecer su horizonte. Y la calificación final es la otorgada al rey Baltasar: pretendió burlarse de lo divino, no respetar lo sagrado, y acabó sin peso ni estatura, enclenque y sometido a la decepción de la finitud.

El cristianismo fue capaz de crear al hombre del renacimiento y de la ilustración, hombre grandioso, descubridor de la propia autonomía, de las posibilidades de su razón, de su capacidad de dominar el mundo, y no necesitado de la tutela de lo religioso. Pero en este punto le falló la síntesis, y acabó por rechazar lo divino como estorbo a la madurez humana. Por ahí cayó con frecuencia en la vacuidad, cercenó su propio horizonte, y en él se realizó el dicho paulino: “si vivís según la carne moriréis” (Rm 8,13). A veces terminó burlándose no ya de Dios o de lo divino, sino de sí mismo; dio entrada al nihilismo. Cierto que, en la época que llamamos postmoderna y postcristiana, encontramos a veces admirables buscadores de sentido; pero junto a ellos abunda el hombre desengañado, privado de cualquier ideal más allá del disfrute inmediato e irreflexivo, el que ya no sólo no cree en Dios, sino que no cree en nada. A la humanidad líquida puede suceder la humanidad gaseosa, es decir, aún más inconsistente.
Pero todo esto tiene grados. Lo hay radical y lo hay superficial e irreflexivo. También el creyente aparentemente convencido puede acostumbrase a jugar con lo sagrado y a perderle el respeto, inconsciente de ser arrastrado por una corriente familiar o cultural adversa a la transcendencia, que le hace miope y empequeñece el perímetro de su existencia. ¿Valdrá para nosotros la advertencia de Jesús que hemos leído hoy de que los “enemigos” pueden estar más cerca que lo que nos imaginamos? Donde él dice “parientes y amigos”, ¿deberemos leer nosotros ambiente social y modas del momento? Acogiendo su llamada a la confianza (“no se perderá un cabello de nuestra cabeza”: Lc 21,18), percibamos también la necesidad de vivir en vigilancia, con sentido crítico frente a la surtida “oferta” de creencias e increencias que el momento histórico nos brinda.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf

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