22 agosto 2015

El Señor que nos reprende y nos perdona

Es notorio en el Evangelio que el Señor alerta, corrige y reprende más a los que le son más cercanos: a los discípulos y entre ellos especialmente a Pedro. Y lo hace como para que quede claro que el ministerio es pura gracia, que no depende de los méritos del elegido para la misión y que ser corregido una y otra vez en ese ámbito de la elección gratuita y de la fidelidad definitiva por parte del Señor es signo de mayor misericordia.
Por eso vamos a meditar sobre nuestros pecados desde la perspectiva de la elección del Señor y de su llamada a la conversión y al seguimiento. El Señor es siempre más grande y cuando nos llama a la conversión, lejos de achicarnos, nos agiganta en su Reino. De la mano de la represión del Señor viene su misericordia abundante.
La primera confesión de Simón Pedro
Les propongo como primer punto de meditación el pasaje de Lucas sobre la vocación de los primeros discípulos y lo que llamo la primera confesión de Simón Pedro (5, 1-11). La escena se desarrolla en el ámbito de la evangelización. El Señor enseña a la multitud desde la barca de Simón y luego se los lleva más adentro, y allí les regala la primera pesca milagrosa. Al ver esto Simón Pedro se confiesa pecador. Y el Señor ahí mismo lo convierte en Pescador de hombres. Conversión y misión quedan así unidas en el corazón de Simón Pedro. El Señor acepta su “apártate de mí, que soy un hombre pecador” (v. 8), pero lo reorienta con su “no temas; desde ahora serás pescador de hombres” (v. 10).
De allí en más, Simón Pedro nunca separará estas dos dimensiones de su vida: siempre se confesará pecador y pescador. Sus pecados no lo harán renegar de la misión recibida (no se volverá un pecador aislado y ensimismado en su culpa). Su misión no le hará enmascarar su pecado, como les sucedía a los fariseos.
En esta gracia primera se funda luego toda corrección el Señor y toda nueva conversión. No hay verdadera conversión del pecado que no se extienda al ámbito de la misión, al deseo de convertir y ganar a otros para Aquel que nos perdonó y ganó a nosotros. La verdadera conversión siempre es apostólica, siempre es dejar de mirar “los propios intereses” para mirar los “intereses de Cristo Jesús”. Así como tampoco hay verdadera misión de evangelizar y ayudar a los demás a cumplir lo que Jesús nos enseñó que no parta de esta conciencia de que somos pecadores perdonados.


El Señor nos reprende nuestra “expulsividad” que proviene de nuestra falta de carisma
En la multiplicación de los panes, los discípulos le van con un planteo al Señor:
Estamos en despoblado y ya es muy tarde. Despídelos, que vayan a los cortijos y aldeas de alrededor y se compren de comer (Mc 6, 35-36).
Es un planteo razonable, pero el Señor responde de manera inesperada: “Dadles vosotros de comer” (v. 37). Esta actitud “expulsiva” es característica de los discípulos y será corregida una y otra vez por el Señor. También querrán que “despida” rápido a la sirofenicia (Mt 15, 23) y “regañaban” a las mujeres que le acercaban los niños para que los bendijera (Mc 10,13). Por otro lado, vemos también por dónde iban los intereses de los discípulos al ver que muchas de sus discusiones giraban en torno a quién era el mayor. Con firmeza y con paciencia el Señor los va corrigiendo. Él no tiene apuros para despedir a la gente ni le molesta que se le acerquen. El Señor no pone límites al acercamiento de la gente, Él es el prójimo por excelencia, el que viene, el Dios con nosotros, el Dios que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. El despojo que supone esta apertura del Señor, esta cercanía, este dejarse tocar por la gente que lo reclama y lo va como deshilachando, sacándole gracia tras gracia, es un despojo total que tendrá su expresión máxima en la Cruz pero que el Señor fue viviendo día a día. La conversión de nuestros pecados, de nuestro egoísmo apunta a este estar disponibles para los demás. La misión del pastor de “incluir” a todas las ovejas (también la de esos “otros rebaños” de los que habla el Señor) implica una verdadera conversión de nuestros egoísmos de modo que a la hora de la verdad estemos bien dispuestos para recibir a todos y no nos vayamos convirtiendo en explosivos por cuestiones de carácter o estrechez de miras.
Quizá a esta altura de la meditación convendría que como pastores revisemos qué problemas nos planteamos y cómo nos los planteamos, qué margen le dejamos al Señor; también si nuestras soluciones son de fe y de caridad o están más bien comandadas por una actitud de estrechez pastoral que tendría su expresión en el “que se las arreglen”. O por el contrario, es tal la ansiedad que despierta en nosotros el querer solucionarlo todo sin el Señor que termina siendo estéril preocupación lo que debió ser trabajo de servidor fiel.
El Señor nos reprende por los miedos que provienen de nuestra falta de fe
En el pasaje de la tempestad calmada, los discípulos despiertan al Señor con un grito de reclamo: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” El Señor, luego de calmar la tormenta, los calma a ellos con un reproche cariñoso y aleccionador: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 35-41). De nuevo los calmará cuando se fatigaban remando con viento en contra, yendo hacia ellos por el agua: “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo” (Mc 6, 50).
El Señor, reprochándoselo, les hace conectar su miedo con su falta de fe. Quiere persuadirlos de que Él es más que la prueba, que las dificultades, que la tentación. Pienso que esto se repite entre nosotros: por miedo caemos en pecado. Así por ejemplo, hay pastores que no cumplen su misión porque tienen miedo de caer en el autoritarismo. Otros, por temor a que pueda haber pecadores en su comunidad, cometen el pecado de no comprender y de no esperar. A veces, por miedo a no triunfar en la conducción, tratamos de sacarnos de encima al súbdito difícil. O por miedo a pesar un mal trago vamos tapando y dejando pasar cosas que luego se convierten en escándalo mayor.
El miedo hace ver fantasmas, hasta el punto de que a veces el Señor mismo es quien se nos aparece y lo confundimos con un fantasma. La fe, en cambio, nos serena y nos fortalece, evitando las reacciones compulsivas propias del miedo: tanto las de cobardía como las de temeridad (porque el miedo a veces se disfraza de bravura y nos hace cometer pecado de temeridad allí donde debió existir cautela evangélica; cf. Mc 14, 29, cuando el Señor corrige la temeridad de Pedro que afirma que nunca se escandalizará de él).
Cuando Pablo VI nos hablaba del esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, nos señalaba una de las realidades nuestras más notorias: “Exaltados por la esperanza, pero a la vez perturbados con frecuencia por el temor y la angustia” (EN 1). Esperanzas y temores se entrelazan incluso en nuestra vida de apóstoles, en los momentos en que hemos de decidir por modalidades de nuestro trabajo. No podemos arriesgarnos a decidir sin el discernimiento de esos temores y esperanzas, porque lo que se nos pide es nada menos que “en estos tiempos de incertidumbre y malestar cumplamos (nuestro ministerio sacerdotal) con creciente amor, celo y alegría” (EN 1), y esto no se improvisa.
Para nosotros, hombres de Iglesia, este planteo trasciende cualitativamente toda visión de las ciencias positivas, apelando a una visión original, a la misma originalidad del Evangelio. Encontrarnos con esta fuerza es el fin de estos Ejercicios. Reencontrarnos y consolarnos con “el mutuo consuelo de la fe común” (Rom 1, 12), abrevar nuestro corazón de apóstol en ella precisamente para recuperar la coherencia de nuestra misión, la cohesión como cuerpo apostólico, la consonancia de nuestro pesar con nuestro sentir y nuestro hacer.
Encontrarnos con nuestra fe, con la fe de nuestros padres, que es en sí misma liberadora sin necesidad de añadirle ningún aditamento, ningún calificativo. 
Esa fe que nos hace justos ante el Padre que nos creó, ante el Hijo que nos redimió y llamó a su seguimiento, ante el Espíritu que actúa directamente en nuestros corazones.
Esta fe que -a la hora de optar por decisiones concretas- nos llevará, bajo la unción del Espíritu, a un conocimiento claro de los límites de nuestro aporte, a ser inteligentes y sagaces en los medios que utilicemos, en fin, nos conducirá a la eficacia evangélica tan lejana de la inoperancia intimista como del descuelgue fácil.
Nuestra fe es revolucionaria, es fundante en sí misma.
Es una fe combativa, pero no con la combatividad de cualquier escaramuza, sino con la de un proyecto discernido bajo la guía del Espíritu para un mayor servicio a la Iglesia.
Y, por otro lado, el potencial liberador le viene no de ideologías sino precisamente de su contacto con lo santo: es hierofánica. Pensemos en la Virgen “intercesora”, en los santos, etc.
Por lo mismo que la fe es tan revolucionaria será continuamente tentada por el enemigo, aparentemente no para destruirla sino para debilitarla, hacerla inoperante, apartarla del contacto con el Santo, con el Señor de toda fe y toda vida. Y entonces vienen las posturas que, en teoría, nos parecen tan lejanas, pero que si examinamos nuestra práctica apostólica las veremos escondidas en nuestro corazón pecador. Esas posturas simplistas que nos eximen de la carga pastoral dura y constante. Revisemos algunas tentaciones.
Una de las tentaciones más serias, que aparta nuestro contacto con el Señor, es la conciencia de derrota. Frente a una fe combativa por definición, el enemigo, bajo ángel de luz, sembrará las semillas del pesimismo. Nadie puede emprender ninguna lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar, perdió de antemano la mitad de la batalla. El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz bandera de victoria. Esta fe combativa la vamos a aprender y alimentar entre los humildes. Durante estos Ejercicios vendrán a nuestra memoria muchas caras, las caras de la gente a nuestro cargo pastoral. La cara del humilde, la de aquel de una piedad sencilla, es siempre cara de triunfo y casi siempre la acompaña una cruz. En cambio, la cara del soberbio es siempre una cara de derrota. No acepta la cruz y quiere una resurrección fácil. Separa lo que Dios ha unido. Quiere ser como Dios.
El espíritu de derrota nos tienta a embarcarnos en causas perdedoras. Está ausente de él la ternura combativa que tiene la seriedad de un niño al santiguarse o la profundidad de una viejita al rezar sus oraciones. Eso es fe y esa es la vacuna contra el espíritu de derrota (1Jn 4, 4; 5, 4-5).
El Señor nos reprende por las debilidades que provienen de nuestra falta de esperanza
No faltó la oportunidad en que el Señor les hizo caer en la cuenta a los discípulos o aspirantes a discípulos que el sufrimiento que borra de cumplir la voluntad de Dios es condición esencial del Reino. A Pedro, que quiso quitar la cruz del Evangelio, el Señor le llegó a decir “Satanás”. Contemplamos el pasaje de Mc 8, 31-33 en el que el Señor reprende fuertemente a Pedro y le hace ver que así como hay pensamientos que le inspira el Padre, otros pensamientos “no son de Dios sino de los hombres”.
Sería tentación pensar que nuestra misión como pastores puede realizarse sin sufrimientos. Quizá la expresión de Pablo de sostener desde abajo la comunidad (la “hypomoné”) sea la cruz silenciosa que todo Pastor debe abrazar y saber que es tentación cualquier otra cruz que nos impida llevar esta, que es la esencial. A la cruz no se la inventa, ni siquiera se la encuentra como si fuera un fatalismo. Es el Señor quien nos la pone sobre el hombro -esa cruz que es yugo llevado de a dos, del cual Él lleva el mayor peso- y nos dice: “toma tu cruz y sígueme”. Para llevar la cruz el Pastor necesitará la fortaleza que viene de la esperanza y debe pedirla en la oración para tomar las decisiones necesarias, aunque sean impopulares, y magnanimidad para comenzar empresas difíciles en servicio de Dios nuestro Señor y para perseverar en ellas sin perder ánimo ante las contradicciones. Cuando no se lleva la cruz de nuestra misión tampoco se saborea la esperanza. Y caemos en la búsqueda de señales extraordinarias y hasta nos volvemos desmemoriados, como los discípulos de Emaús, de las señales de Dios en las pruebas y dificultades de la Iglesia a lo largo de la historia. En el pasaje de Emacs se ve cómo las cosas que los discípulos “esperaban” estaban en contradicción con la cruz del Señor. Cuando este les muestra que era necesario que el Mesías padeciera para entrar en la gloria (cf. Lc 24, 26), les comienza a arder el corazón con la verdadera esperanza, la que abraza la cruz.
El Señor nos reprocha nuestra incapacidad de velar con él
El Obispo es el que cuida la esperanza velando por su pueblo.
Cuando Pedro recomienda a sus presbíteros: “Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere” (1Pe 5, 2), ese “episkopountes”, como encargo pastoral, refleja distintas actitudes espirituales: supervisar, vigilar y también velar.
Sin duda esta recomendación de Pedro tiene detrás el recuerdo del reproche que les hizo el Señor la noche del comienzo de la Pasión: “Simón, ¿duermes?” (Mc 14, 37-38). El Señor desea que velemos con Él.
Este velar puede tener distintos matices: una actitud espiritual es la del que pone el acento en supervisar al rebaño con una “mirada de conjunto”. Es el epískopo que está atento a cuidar todo aquello que mantiene la cohesión del rebaño.
Otra actitud espiritual es la del que pone el acento en vigilar “estando alerta ante los peligros”. Es el epískopo que como un atalaya, sabe dar la voz de alerta ante el peligro inminente.
Ambas actitudes hacen a la esencia de la misión episcopal y adquieren toda su fuerza desde la actitud que considero más esencial que consiste en velar. Una de las imágenes más fuertes de esta actitud es la del Éxodo, en la que se nos dice que Yahvé veló a su pueblo en la noche de Pascua, llamada por ello “la noche de vela”:
Fue la noche en que veló el Señor para sacarlos de la tierra de Egipto. Será la noche de vela, en honor del Señor, para los hijos de Israel por toda las generaciones (Éx 12, 42).
Lo que deseo es resaltar esa peculiar hondura que tiene el velar frente a un supervisar de manera más bien general o a una vigilancia más puntual.
Supervisar hace referencia más al cuidado de la doctrina y de las costumbres en su expresión y su práctica, en cambio velar dice más a cuidar que haya sal y luz en los corazones.
Vigilar habla de estar alerta al peligro inminente, velar, en cambio, habla de soportar con paciencia los procesos en los que el Señor va gestando la salvación de su pueblo.
Para vigilar basta con ser despierto, astuto, rápido. Para velar hay que tener además la mansedumbre, la paciencia y la constancia de la caridad probada.
Para supervisar hay que inspeccionarlo bien todo, sin descuidar los detalles, para velar hace falta saber ver lo esencial.
Supervisar y vigilar nos hablan de cierto control necesario. Velar, en cambio, nos habla de esperanza. 
La esperanza del Padre misericordioso que vela el proceso de los corazones de sus hijos, dejándolos hacer su propio camino -de prodigalidad o de cumplimiento- atento a preparar una Fiesta, para que, al regresar a la casa, encuentren el abrazo y el diálogo amoroso que necesitan.
Este velar en esperanza del epískopo se concreta en una oración de bendición (cf. Sal 63, 7; 119, 148), en la que intercede bendiciendo a sus hijos, como le dice Moisés a Aarón en esa bendición tan bella:
Esta es la fórmula con la que bendeciréis a los hijos de Israel:
“El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”.
Así invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré (Nom 6, 24-27).
En esta oración, que es en sí misma “intérprete de la esperanza”, el velar manifiesta y consolida la parecía del obispo. Parecía que consiste en anunciar la fuerza del Evangelio de la Esperanza sin “hacer ineficaz la cruz de Cristo” (1Cor 1, 17).
Junto a las dos imágenes grandes que abren y cierran en su abrazo la historia de salvación -la de Yahvé que vela el gran éxodo del Pueblo de la alianza y el Padre misericordioso que vela el regreso a la casa de los hijos -tenemos otra imagen, más cercana y familiar, pero igual de fuerte: la de san José. En José encontramos al epískopo fiel y previsor puesto por el Señor al frente de su familia. Él es quien vela hasta en sueños al Niño y a su Madre, con la ternura del servidor fiel y discreto, que hace las veces del Padre. De ese velar profundo de José surge esa silenciosa mirada de conjunto, capaz de cuidar a su pequeño rebaño con medios pobres -él transforma un pesebre de animales en el Pesebre del Verbo encarnado-. De ese velar profundo brota también la mirada vigilante y astuta, que logró evitar todos los peligros que acechaban al Niño.
Recorriendo estas reprimendas del Señor veamos qué nos hace sentir Él a través de ellas… y reflexionemos sobre nosotros mismos para enmendarnos. Esta cercanía, este estar a tiro del Señor para que nos corrija, como Pedro, es señal de amistad con él y de celo apostólico.
Sería bueno terminar con un coloquio o diálogo sentido con el Señor, con Nuestra Señora o con Dios nuestro Padre ponderando su paciencia y grandeza de ánimo para soportarnos y corregirnos haciéndonos crecer siempre, sin nunca menospreciarnos ni alejarnos de su valoración y estima. Y llenos de contrición por nuestra dureza de mente y nuestra lentitud para comprenderlo le digamos como Pedro: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”, y, proponiendo enmienda, sintamos que el Señor nos vuelve a entusiasmar y nos dice: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 17).
Francisco I. En Él solo la esperanza

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