22 agosto 2015

El Espíritu del mundo o el “antirreino”

No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero-, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y su concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1Jn 2, 15-17).
Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero yace en poder del Maligno (1Jn 5, 19).
En los versículos anteriores (12-14) del primer texto, el Apóstol nos recuerda nuestra victoria. Es como decirnos: “no temáis al mundo”, “somos hijos de vencedores”. Nos hará bien leerlos despaciosamente para tomar fuerzas. Hasta la ternura contenida en la expresión “Hijitos míos” (2, 18; 3, 7; 3, 18; 5, 21), es un suave aliento de fortaleza para prevenirnos contra el riesgo de asustarnos cuando comenzamos la lucha o cuando pensamos en ella.
Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
Precisamente la memoria de la salvación recibida es la que nos constituye en creyentes y nos da fortaleza para la lucha contra el mundo. Es la hora del triunfo y de la glorificación de Jesús: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”, “Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera” (Jn 12, 23. 31). El Príncipe de este mundo no tiene poder sobre Cristo (Jn 14, 30), porque ya está juzgado (Jn 16, 11). Esta memoria nos actualiza una realidad: nuestra victoria contra el mundo es la fe (1Jn 5, 4). Por tanto nos acercamos a la lucha contra el mundo con valentía, nos acercamos “en vencedores”, procurando cumplir el consejo de san Pablo: “Vigilad, manteneos firmes en la fe, sed vigilantes (viriliter agite) y valerosos” (1Cor 16, 13); sabiendo que podemos confiar al Señor todas nuestras preocupaciones, pues Él se ocupa de nosotros, aún cuando el diablo nos ronde (cf. 1Pe 5, 7-8). San Juan nos exhorta a no amar al mundo, a ese mundo autónomo de Dios, ese mundo que es objeto de posesión. El mundo, que fue creado para llevarnos a Dios, se convierte en “mundo” malo, prescindente del señorío de Cristo. Y esta degradación es hija de la concupiscencia: cuando el “deseo” deviene “concupiscencia”, entonces hablamos del “espíritu del mundo”.

El espíritu del mundo
Jesús nos previene contra este espíritu del mundo definiéndolo como el que ahoga la Palabra (Mt 13, 22), como padre de hijos mucho más astutos que los de la luz (Lc 16, 8). Este espíritu del mundo vuelca nuestro corazón concupiscente tras la carne, los ojos, la confianza orgullosa en los bienes (cf. Tim 6, 9; Jn 7, 18). El espíritu del mundo es padre de la incredulidad y de toda impiedad. Fue precisamente el dio de este mundo quien cegó su corazón (2Cor 4, 4), bajo el engaño de una sabiduría, que -en definitiva- no resultó más que una buena astucia de coyunturas, incapaz de trascender el margen del propio egoísmo: “¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?” (1Cor 1, 20). “Sabiduría, sí, hablamos entre los perfectos; pero una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer” (1Cor 2, 6). San Pablo insiste en el consejo: “Y no os amoldéis a este mundo” (rom 12, 2) más literalmente: “no entréis en los esquemas del mundo”.
Es la advertencia a quienes hemos pecado y conocido al Señor:
También vosotros un tiempo estabais muertos por vuestras culpas y pecados, cuando seguíais el proceder de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora actúa en los rebeldes contra Dios. Como ellos, también nosotros vivíamos en el pasado siguiendo las tendencias de la carne, obedeciendo los impulsos del instinto y de la imaginación… (Ef 2, 1-3).
Así como el pecado endurecía nuestro corazón haciéndonos inicuos, es más propio del espíritu del mundo volvernos vanidosos.
La vanidad
Esa enfermedad  del corazón, tan sutil, que los Padres del desierto la asemejaban a la cebolla porque, decían, es difícil llegar al núcleo de ella: se la va deshojando pero siempre queda algo. En el espacio de un corazón vanidoso tienen cabida esas versiones “eclesiásticas” de indisciplina y desobediencia que afean el rostro de nuestra madre, la Santa Iglesia. Busquemos detrás de cualquier postura eticista, ingenua, ironista, y nos encontraremos con un débil corazón vanidoso, que -en el fondo- pretende minimizar la conducción del pueblo fiel de Dios que le ha sido encomendado.
Estas actitudes llevan a los ya consabidos fracturismos de moda, factores de un Evangelio.
(…) desgarrado por querellas doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia e incluso a causa de sus distintas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas (EN 77).
O, en ocasiones, actitudes de
(…) herir a los demás, sobre todo si son débiles en su fe, con afirmaciones que pueden ser claras para los iniciados, pero que pueden ser causa de perturbación o escándalo en los fieles, provocando una herida en sus almas (EN 79).
De esta manera se desgarra la Madre Iglesia… se atenta contra la “prueba de credibilidad” que Cristo nos encomendó: “que sean uno”.
En el interior mismo de la Iglesia -prototipo hasta ahora de lo sagrado e intangible, de lo único verdaderamente sólido y estable- se introduce la contestación y la crítica, la desunión entre los cristianos, el riesgo del secularismo y la politización del Evangelio, la desorientación de muchos, la pérdida de la propia identidad en la vida consagrada, el peligro de quebrar la unidad en la doctrina y la disciplina. ¡Y todo esto a nombre de Jesucristo y por fidelidad a su Evangelio!
Esta desorientación se acentúa cuando se la comunica indiscretamente, y se predica la desunión. Nos encontramos así con cristianos, sacerdotes y religiosos que
(…) se reúnen con un espíritu de crítica amarga hacia la Iglesia que estigmatizan como “institucional” y a la que se oponen como comunidades carismáticas, libres de estructuras, inspiradas únicamente en el Evangelio. Tienen, pues, como característica una evidente actitud de censura y de rechazo hacia las manifestaciones de la Iglesia: su jerarquía, sus signos. Contestan radicalmente esta Iglesia. En esta línea, su inspiración principal se convierte rápidamente en ideológica y no es raro que sean muy pronto presa de una opción política, de una corriente, y más tarde de un sistema, o de un partido, con el riesgo de ser instrumentalizados (EN 58).
Terminan por cuestionarse su pertenencia a la Iglesia, por sentir que su propio proyecto suple al proyecto de la Madre Iglesia (cf. EN 60). Optan por implantar la idea que ellos tienen de la Iglesia, pero no por “implantar la Iglesia” (EN 28).
Entre otros pecados mundanos contra la verdad de la Iglesia existe, en nuestro tiempo, algo así como una zona pecaminosa en la que fácilmente podemos caer: me refiero a los reduccionismos, a la inmanencia de los medios, a los tantísimos. Ya en su momento, Pablo VI, nos llamaba la atención al respecto. Con fruto podemos meditar lo que nos dice en los números 32, 33, 35, 37 y 58 de la Evangelii nuntiandi. Allí nos señala el campo de combate y el peligro:
Por eso, al predicar la liberación y al asociarme a aquellos que actúan y sufren por ella, la Iglesia no admite circunscribir su misión al solo terreno religioso, desinteresándose de los problemas temporales del hombre; sino que reafirma la primacía de su vocación espiritual, rechaza la substitución del anuncio del reino por la proclamación de las liberaciones humanas, y proclama también que su contribución a la liberación no sería completa si descuidan anunciar la salvación en Jesucristo (EN 34).
Quizá nos haga bien sufrir un poquito delante del Señor, pidiendo perdón, por tantas veces que, en nuestra tarea de Pastores, hemos pecado en este campo. El mal que hayamos hecho, probablemente por ingenuos, es un mal que se multiplica. Y si nos encontramos en falta, que el Señor nos conceda la gracia del espíritu de reparación y penitencia que nos lleve a una firme enmienda.
San Ignacio, en los Ejercicios, después de habernos hecho meditar sobre el pecado y sobre nuestros propios pecados, nos hace hacer los tres coloquios:
El primer coloquio a Nuestra Señor, para que me alcance gracia de su Hijo y Señor para tres cosas: la 1ª para que sienta interno conoscimiento de mis pecados y aborrecimiento del; la 2ª para que sienta el desorden de mis operaciones, para que aborresciendo me ordene y me enmiende; la 3ª, pedir conoscimiento del mundo, para que aborreciendo, aparte de mí las cosas mundanas y vanas, y con esto un Ave María (EE 63).
Luego hace hacer las mismas tres peticiones al Hijo y al Padre.
La actitud frente a mis pecados, frente al desorden de mis operaciones (que son mis raíces pecaminosas, mi pecado capital) y frente al mundo debe ser la misma: conocimiento y aborrecimiento. De allí nace la enmienda. Y, en este marco, precisamente se fragua esa actitud tan sólidamente cristiana: la capacidad de condena. El “sí-sí, no-no” que Jesús nos enseña implica una madurez espiritual que nos rescata de la superficialidad del necio de corazón. Un cristiano ha de saber qué cosas tiene que aceptar y qué cosas condenar. No se puede “dialogar” con el enemigo de nuestra salvación: hay que hacerle frente, yendo contra sus intenciones.
La Liturgia nos hace pedir: “Límpianos de las huellas de nuestra antigua vida de pecado” (oración de la tercera semana de Adviento). Podemos concluir la oración con esta petición, recordando que la gracia que pedimos está avalada por la promesa del mismo Señor: “Te arrancaré tu orgullosa arrogancia” (Sof 3, 11).
Francisco I. En Él solo la esperanza

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