14 junio 2015

Pequeñas semillas

Vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y televisión, noticiarios y reportajes descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odios, guerras, hambres y violencias, escándalos grandes y pequeños. Los «vendedores de sensacionalismo» no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta.
La increíble velocidad con que se difunden las noticias nos deja aturdidos y desconcertados. ¿Qué puede hacer uno ante tanto sufrimiento? Cada vez estamos mejor informados del mal que asola a la humanidad entera, y cada vez nos sentimos más impotentes para afrontarlo.
La ciencia nos ha querido convencer de que los problemas se pueden resolver con más poder tecnológico, y nos ha lanzado a todos a una gigantesca organización y nacionalización de la vida. Pero este poder organizado no está ya en manos de las personas, sino en las estructuras. Se ha convertido en “un poder invisible” que se sitúa más allí del alcance de cada individuo.
Entonces la tentación de inhibirnos es grande. ¿Qué puedo hacer yo para mejorar esta sociedad? No son los dirigentes políticos y religiosos quienes han de promover los cambios que se necesitan para avanzar hacia una convivencia más digna, más humana y dichosa?
No es así. Hay en el evangelio una llamada dirigida a todos, y que consiste en sembrar pequeñas semillas de una nueva humanidad. Jesús no habla de cosas grandes. El reino de Dios es algo muy humilde y modesto en sus orígenes. Algo que puede pasar tan inadvertido Como la semilla más pequeña, pero que está llamado a crecer y fructificar de manera insospechada.
Quizás necesitamos aprender de nuevo a valorar las cosas pequeñas y los pequeños gestos. No nos sentimos llamados a ser héroes ni mártires cada día, pero a todos se nos invita a vivir poniendo un poco de dignidad en cada rincón de nuestro pequeño mundo. Un gesto amigable al que vive desconcertado, una sonrisa acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar, un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado… no son cosas grandes. Son pequeñas semillas del reino de Dios que todos podemos sembrar en una sociedad complicada y triste que ha olvidado el encanto de las cosas sencillas y buenas.
Llama la atención con qué fuerza destacan los estudios recientes el carácter individualista e insolidario del hombre contemporáneo. Según diferentes análisis, el europeo se va haciendo cada vez más narcisista. Vive pendiente de sus intereses y olvidado casi por completo de los vínculos que lo unen a los demás hombres.
C. B. Macpherson habla del «individualismo posesivo» que lo impregna casi todo. Cada uno busca su bienestar, seguridad o placer. Lo que no le afecta le tiene sin cuidado. L. Lies llega a afirmar que el “soltero”, libre de obligaciones y dependencias, representa cada vez más el ideal de libertad y autonomía del hombre moderno.
Detrás de todos los datos y sondeos parece apuntar una realidad aterradora. El ser humano está perdiendo capacidad de sentir y de expresar amor. No acierta a sentir solicitud, cuidado y responsabilidad por otros seres humanos que no caigan dentro de sus intereses. Vive “enemistado” en sus cosas, en una actitud narcisista que ya Sigmund Freud consideró como un estado inferior en el desarrollo de la persona.
Sin embargo, dentro de esta sociedad individualista hay un colectivo admirable que nos recuerda también, hoy la grandeza que se encierra en el ser humano. Son los voluntarios. Esos hombres y mujeres que saben acercarse a los que sufren, movidos solamente por su voluntad de servir. En medio de nuestro mundo competitivo y pragmático, ellos son portadores de una “cultura de la gratuidad”.
No trabajan por ganar dinero. Su vocación es hacer el bien gratuitamente. Los podréis encontrar acompañando a jóvenes toxicómanos, cuidando a ancianos solos, atendiendo a vagabundos, escuchando a gentes desesperanzadas, protegiendo a niños semiabandonados o trabajando en diferentes servicios sociales.
No son seres vulgares, pues su trabajo está movido solo por el amor. Por eso no cualquiera puede ser un verdadero voluntario. Lo recordaba bellamente León Tolstoi con estas palabras: “Se puede talar árboles, fabricar ladrillos y forjar hierro sin amor. Pero es preciso tratar con amor a los seres humanos… Si no sientes afecto por los hombres, ocúpate en lo que sea, pero no de ellos».
Al final no se nos va a juzgar por nuestras bellas teorías, sino por el amor concreto a los necesitados. Estas son las palabras de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”. Ahí esta la verdad ultima de nuestra vida. Sembrando humanidad estamos abriendo caminos al Reino de Dios.
José Antonio Pagola

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