30 abril 2015

Jueves IV de Pascua

AMOR
Hechos 13,13-25. Pablo se pone al frente de la misión. Ha cambiado su nombre judío por un nombre romano, pues el Espíritu le guía hacia los gentiles; pero, fiel al método constante de los misioneros cristianos, se dirige con prioridad a los judíos. Un sábado, toma la palabra en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, en la Turquía meridional, y, partiendo de la Escritura, recuerda el pasado de Israel. Como todos los judíos, Pablo tiene un agudo sentido de la unidad de la historia. Para él, el acontecimiento del Sinaí y el de la Pascua se inscriben en una misma economía: Dios ha prometido al hombre la vida eterna, y es el mismo Espíritu quien actúa.
El salmo 88 se compone de varias unidades diferentes. Los versículos tomados por la liturgia pertenecen todos al poema dinástico de los vv. 2-5 y 20-38, que recuerda las promesas de Dios a David acerca de la elección de su casa para el trono de Judá. No es imposible que el poema responda a una crisis de régimen; en el contexto de la primera lectura, acredita a Jesús como descendiente de David.
Juan 13,16-20. En la última cena con sus discípulos, Jesús se levantó de la mesa y se ciñó una toalla para lavarles los pies. Con un gesto de innegable profundidad, expresó, en el momento de abandonar su vida, lo que había sido esencial a lo largo de ella. Para Jesús, vivir es amar. Por amor da su vida para salvar a los hombres; por amor asume ante los suyos el servicio más humilde. «¡El que quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos!».
El ejemplo y el mandamiento de Jesús hunden su raíces en lo que ha sido su vida. El amor a los demás, incluidos los enemigos, es su exigencia más fundamental. Toda su vida fue un compromiso por los pecadores, a quienes invita prioritariamente a su mesa, reconciliándolos así consigo mismos y con Dios. En la última cena, también lava los pies a pecadores. Al día siguiente, los discípulos le abandonarán en manos de los hombres, y él ya ha reconocido en Judas al traidor. El amor que actúa, y que había inspirado toda su actividad, caracteriza también su muerte.
Se ha despojado, haciéndose imagen misma del Siervo. Se ha abajado y, en su obediencia, ha ido hasta la muerte. Al pasar por la muerte, Jesús pasa por la condición de esclavo. Abraza el más humilde de los servicios y ama a los suyos hasta el extremo.
«Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Sabiendo esto, ¡dichosos vosotros si lo cumplís». El paso esencial es el del amor. Cuando se arrodilla a los pies de sus discípulos, ya ha entrado Jesús en agonía. El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir. «La medida del amor es el amor sin medida» (San Bernardo).

El que, siquiera por un instante, se ha percatado de la pasión que Dios siente por él, no puede dejar de sentir asombro el resto de su vida: «¿Quién es Dios, pues?». Y es que Dios ha amado al mundo sin medida.
Vivir la lógica de la resurrección es dejarse prender en el juego del amor y en su dinámica. El cristiano no es un héroe, un prodigio de virtud. El amor en él está tan maltrecho como en los demás, tan a menudo empequeñecido y alicorto, hasta el punto de no ser a veces más que una caricatura. Pero el discípulo de Jesús conoce el poder de la gracia, y en sus intentos de amar se alza ya la victoria del Amor. ¡El amor es una apuesta, una fe, un compromiso de vivir como Dios, sin otra seguridad que el Espíritu de Dios!
El Siervo de Dios llegó hasta el final de su vida entregada, e invita a seguirle. La ley de la resurrección no es otra cosa que el inaccesible «como»: «¡Amaos como yo os he amado!» ¡Dichosos si ponéis esto en práctica! Sí, ¡dichosos los que se atreven a soñar que un día su amor será como el de Dios! Dichosos los que están dispuestos a pagar un gran precio para que su sueño tome cuerpo en la vida de los hombres (Card. Suenens).

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