10 marzo 2015

Comentario al Evangelio de hoy, 10 marzo



       Hay cosas que es posible que nos cueste entender porque son difíciles. Pero ciertamente hay otras que no las queremos entender, que somos nosotros los que ponemos el velo que nos impide ver con claridad. El caso del perdón está claro. La pregunta de Pedro es de esas que no merece contestación. “¿Cuántas veces hay que perdonar al hermano?” Todas las que sea necesario, por supuesto. Pero como Jesús era muy paciente, hasta le cuenta una historia en la que le viene decir que no nos conviene ser tacaños con el perdón porque todos, absolutamente todos, tenemos el tejado de cristal y necesitamos que Dios nos perdone, nos cure, nos reconcilie. Y sin esa mano sanadora-recreadora de Dios no tenemos mucho futuro. ¡Cómo para negar nosotros al hermano el perdón!
      Pero hay más. ¿No nos damos cuenta de que negar el perdón es mucho peor para nosotros que para el otro? Negar el perdón supone quedarnos con la herida permanentemente abierta. En ella comienza a nacer rápidamente el pus del rencor, del deseo de venganza, de la violencia. Y todo eso nos hace infelices a nosotros. Negar el perdón al que nos ha hecho mal es peor para nosotros. ¿Es tan difícil entenderlo?

      En la parábola que cuenta Jesús hay dos deudores. Uno recibe el perdón y el otro no. Al que recibe el perdón se le condona una deuda enorme, increíble. El que no recibe el perdón tenía una deuda pequeñita, una miseria. Para mayor contraste, Jesús hace que sea el que ha recibido el perdón por la deuda grande el que no perdona al de la deuda mínima. De esa manera nos dice que todos hemos sido perdonados, acogidos, amados, reconciliados por Dios. Al Padre le importa mucho más tener a sus hijos en casa que todas las ofensas recibidas. Por eso, no podemos ser tan miserables como para no perdonar a los hermanos que nos hayan ofendido. No podemos ser tan miserables como para andar contando las veces que tenemos que perdonar. Lo que nos deben no tiene nada que ver con lo que a nosotros nos ha sido perdonado. Vale la pena ser generosos. Mejor para nosotros, que nos quedamos más tranquilos y nos libramos del rencor enfermizo. Mejor para el perdonado, que recibe –igual que nosotros tantas veces– una nueva oportunidad. Y mejor, sobre todo, para la familia entera de Dios que se puede volver a reunir para celebrar la fraternidad.
Fernando Torres Pérez, cmf

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