11 febrero 2015

Miércoles V de Tiempo Ordinario

HIJOS CON LAS MANOS SUCIAS
Génesis 2,4b-9.15-17. Si el autor de Gn 1 era un sacerdote sabio, el autor yahvista de Gn 2 es un hombre cercano a la tierra. El primero, al caos primitivo oponía un universo organizado; el segundo opone al desierto un parque como sólo los reyes pueden tenerlo. El universo del Yahvista es, en efecto, un mundo cercano al hombre; en realidad, el marco de su vida de cada día: el vergel que le proporciona la subsistencia, los animales
familiares o nocivos, la esposa amada. Desde el principio, el Yahvista establece una estrecha vinculación entre la humanidad y la tierra en que la humanidad vive. Para expresar esa vinculación vital, el Yahvista utiliza un juego de palabras: âdâm(hombre) y âdâmah (humus, tierra). El hombre es el «terroso salido del terruño», por emplear la expresión de J. Steinmann.
Pero, mientras la tierra produce los vegetales y los animales, no da la vida al hombre. Solamente le da un cuerpo inerte, que no llega a ser un cuerpo vivo hasta que Dios le insufla su aliento. La vida del hombre procede directamente de Dios; «el hombre no es sólo un compuesto estable de cuerpo y alma, sino un ser colgado de Dios por su aliento mismo, por su espíritu» (X. León-Dufour). No se puede sugerir mejor la idea de que el hombre vive auténticamente sólo si respira al mismo ritmo de Dios; así se entiende que al hombre, después de su pecado (después de haber sido separado del soplo de vida), sólo el Espíritu Santo podía salvarle; por otra parte, para designar el aliento del hombre y el aliento de Dios, el hebreo sólo tiene una palabra: rûah.

¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿A dónde va? El Yahvista se esfuerza por encontrar una respuesta a las preguntas fundamentales que siempre se han hecho los hombres. Otro tanto sucede con el trabajo, que desde siempre forma parte del destino humano: el jardín, dice nuestro autor, fue plantado por Dios para que el hombre lo cultivara y guardara. En otras palabras: el hombre está llamado a realizar un servicio.
Salmo 103. Véase el lunes de la quinta semana.
Marcos 7,14-23. Para comprender el papel que en el evangelio de Marcos tiene la discusión sobre lo puro y lo impuro referido a las tradiciones, es preciso recordar que «la sección de los panes» se refiere a la admisión de los gentiles a la mesa de Cristo. De hecho, lo que aquí se evoca fue uno de los problemas fundamentales con que se enfrentó la Iglesia primitiva. La cuestión era ésta: las prescripciones alimentarias, a las que todavía se consideraban obligados los cristianos de origen judío, ¿prohibían a éstos sentarse a la mesa con los gentiles convertidos? Por voz de Marcos, las primeras comunidades cristianas preguntan a Jesús, que da su respuesta antes de ir él mismo a tierra gentil.
Uniéndose al pensamiento veterotestamentario relativo a la bondad de la creación, Jesús declara puros todos los alimentos: «Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre»: es una parábola. En efecto, esta abrogación de las prohibiciones alimentarias se explica por la venida del Reino y su victoria sobre Satanás.

«¡Manteneos puros!»: éste es el llamamiento del Evangelio. Pero ¿cómo conservar un corazón de niño cuando el mundo de los adultos es tan duro, tan injusto, tan intolerante y tan malévolo? Para ser fieles a nuestra vocación, ¿tendríamos que abandonar el mundo y lavarnos las manos de todos los compromisos inevitables, para mantenernos puros y limpios? Jesús mismo, al pronunciar su testamento, ¿no pidió al Padre que sus discípulos no fueran «del mundo»? ¿Es posible comer el pan con los hombres sin perder esa sencillez evangélica que Jesús comparaba con la de la paloma? ¡El que mete la mano en la masa, siempre acaba manchándose!
«El Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén para que lo guardara y lo cultivara». Desde el primer día del universo, el mundo fue confiado al hombre; el mundo es asunto nuestro, y será el hombre quien ponga nombre a los animales y a las cosas. El mundo es humano, y sólo conocemos una tierra humanizada, marcada con el sello del hombre. Contra todas las tendencias pseudoespirituales que se esforzarían por conservar al hombre en un cálido invernadero, fuera del alcance de un mundo impuro, la Biblia siempre ha optado por el «corazón». «¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!». Dichoso el hombre que está metido en el corazón del mundo para encarnar en él la Buena Noticia. «No son del mundo», pero «están en el mundo».
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p style=”text-align:justify;”>La religión no consiste en lavarse las manos. La impureza comienza a adherírsenos a la piel el mismo día en que pretendemos lavarnos las manos de todo eso, el día en que queremos preservarnos, buscar a Dios en algún tipo de refugio esterilizado. Desde siempre, Dios nos tomó de la mano y nos condujo al jardín para que lo cultiváramos y lo guardáramos; Dios nos entregó la administración de la tierra. Más aún, Dios mismo se hizo en Cristo «terreno». Su mesa fue la de los pecadores y de las gentes como todo el mundo; lo único que tuvo su pan fue el ser muy cotidiano. Y, si nos ob- sesionan nuestras manos sucias, alcemos los ojos a Cristo en la cruz. Sus manos están agujereadas y chorreando sangre: manos del hombre al que todos tratan como a un bandido. Después, fijemos nuestra mirada en sus ojos, miremos con él el mundo y contemplemos a los hombres en su miseria, para creer aún en ellos. «¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!». Sí, cuando tomemos en nuestras manos la miseria del mundo, cuando nuestro corazón llegue a ser un corazón hecho de misericordia, como el de Dios, entonces veremos a Dios.
Pues ni por un solo momento se lavó las manos Dios para quitar de ellas las manchas de nuestra miseria. Precisamente por eso, él es la pureza, la santidad absoluta. No nos pide Dios otra santidad cuando nos sentamos a la mesa de su Hijo; en la que acoge a unos hijos que tienen sucias las manos y el corazón pesado por haber amado y haberse hecho cargo del mundo.

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