23 febrero 2015

Lunes I de Cuaresma, 23 febrero

CARA A CARA
Levítico 19, 1-2.11-18. El «Libro de los Levitas» fue redactado
del exilio, en una época en la que el prestigio del sacerdocio estaba en su cénit. Es una colección de tradiciones dispares, algunas de las cuales se remontan a tiempos muy antiguos. Los capítulos 17 a 26 constituyen una de las partes más antiguas de este libro, llamado «Ley de santidad».
Dios es totalmente otro, el santo. Es radicalmente diferente a todo lo que el hombre pueda representarse. Pero también es el que establece una alianza con el hombre. Quiere que la humanidad participe de su santidad: «Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo». Consagrado por Yahvé, Israel debe dejar que se transparente la santidad divina en todas las circunstancias de su vida.
Con la cadencia de la afirmación «Yo soy el Señor», la perícopa litúrgica detalla la conducta moral del pueblo santo. Esta conducta se arraiga en un profundo respeto al prójimo, sobre todo al asalariado y al desvalido. Cuando se conoce la severidad de la ley del tallón, extraña descubrir una sentencia como ésta: «No reclamarás la pena de muerte contra tu prójimo».
El salmo 18 es un himno que se presenta como profesión de fidelidad a la ley de Yahvé.
Mateo 25, 31-46. La parábola del Juicio final pone fin al discurso apocalíptico. El «guión» es del propio evangelista. En compensación, Mateo ha tomado el contenido del juicio del tratado de los «dos caminos», particularmente la enumeración de las buenas obras.
Escrito primero en arameo, este librito es contemporáneo de Jesús y del cristianismo. En el Deuteronomio (cfr. jueves después de ceniza) se encuentra por primera vez el tema de los dos caminos: uno conduce a la muerte, el otro a la vida.

Mateo, que en su primer discurso ya había puesto en labios de Jesús: «No basta decirme: ‘¡Señor, Señor!’, para entrar en el Reino de Dios; no, hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo», entra aquí en lo concreto de la vida. Alimentar al hambriento, dar un vaso de agua, acoger al forastero,… preocuparse por el más humilde. En esto se conoce al verdadero discípulo.

¡Extraño cara a cara, donde el Hijo del Hombre juzga al hombre sobre la calidad de su mirada! «Señor, ¿cuándo te vimos?». Unos y otros, benditos y malditos, plantean la misma pregunta. Pero los primeros, al dejar que su corazón se conmueva ante la miseria, han visto, en la fe, al que ahora contemplan sus ojos en el cara a cara decisivo. «¡Dichosos los limpios de corazón!»… «¡Sed santos, dice Dios, como yo soy santo!». No se trata de proteger la pureza contra las miserias del mundo. Se trata de compartir la santidad del que ha apostado por el hombre haciéndose hombre. Hombre, pobre, humilde, emigrado, prisionero, rechazado. La santidad de Dios es para nosotros algo decisivo que penetra lo cotidiano con dimensión de eternidad. Al hacerse hombre, Dios ha roto la barrera entre el cielo y la tierra. La salvación ya no está en huir hacia el más allá, sino en la capacidad de ver el más allá en el rostro del hombre concreto, del «prójimo», aparente- mente tan poco divino.

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