01 febrero 2015

Jesús y los lugares sagrados

Los Evangelios nos narran las visitas de Jesús al Templo durante su infancia, cuando iba con María y José. Posteriormente hay silencio, aunque se puede suponer que haya frecuentado otras veces el Templo de Jerusalén y, sin duda, la sinagoga de Nazaret.
Todo cambia a partir de su vida pública, como lo atestigua el Evangelio de Mateo desde su mismo inicio. Por entonces, Jesús ya no iba a las sinagogas para orar, sino para enseñar, para anunciar la Buena Noticia, pero salió mal parado de entrada, como dice el texto de este domingo. Después le fue peor: una vez, sus paisanos casi lo lincharon en la sinagoga. En Jerusalén, luego de escucharlo y ver el contraste con los cambistas y los negociantes en el Templo, los jefes deliberaron cómo acabar con él. De esta manera, fue quedando claro su mensaje de que a Dios hay que adorarlo en espíritu y verdad, y que no lo contienen ni las paredes ni los lugares. Cuando Jesús enseñaba en las sinagogas, la gente se maravillaba por la gran diferencia entre lo que escuchaban de él y lo que oían de los escribas. Estos especialistas enseñaban reproduciendo cada palabra de la Biblia y cuidándose de omitir o añadir algo. Frente a esas repeticiones, la enseñanza de Jesús, que incorporaba parábolas, producía maravilla en algunos y escándalo en otros. Por eso no dejaba a nadie indiferente. Acompañaba su discurso educativo con signos y gestos, tales como no rechazar a nadie por su edad, raza, sexo o estilo vida. Se saltaba las reglas de lo puro e impuro. Para muchos eso era la liberación y para otros, una amenaza para la religión y el pueblo. Ya fuera de una forma o de otra, lo que queda claro es que Jesús quiere estar en todos los templos sagrados. Él está donde dos o tres se reúnen a rezar; está en los corazones que, en secreto y silencio, confían en él; está donde se halla la vida que brota de la donación a los demás.
P. Aderico Dolzani

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