12 febrero 2015

EL AMOR SACRAMENTO

EL AMOR SACRAMENTO

Génesis 2,18-25. Plantación del jardín, creación de los animales y de la mujer: el Yahvista sabe dar gracias por la benevolencia con que Dios rodeó siempre al hombre. Además, responde a un pregunta precisa: ¿cómo explicar el atractivo de los sexos? «¿De dónde viene que el amor sea más fuerte que la muerte (Ct 8,6) y que el vínculo que une con los padres según la carne? ¿De dónde viene ese cariño recíproco, esa atracción que no descansa hasta encarnarse de nuevo en una sola carne, la del hijo?» (von Rad). Todo ello viene de que, en el principio, el hombre y la mujer eran una sola carne, y de que Dios creó a la mujer sacándola del hombre.
Para el Yahvista, el hombre es un ser esencialmente social; describe la soledad de éste como una carencia, un desamparo. Por eso Dios, en su benevolencia, se preocupó de proporcionar al hombre una ayuda, una presencia de su misma naturaleza. Empezó por hacer los animales y presentárselos al hombre, el cual puso un nombre a cada uno. Esta acción era importante; en efecto, al poner nombre a los animales y determinar así su función, el hombre no sólo imponía su dominio al mundo animal, sino que organizaba el espacio en que él mismo vivía. En la Biblia, la acción de poner nombre a los animales se corresponde con el nacimiento del lenguaje, que pone nombre a las cosas y les da su forma propia.
Pero el hombre no había encontrado aún a nadie con quien estar cara a cara. Dios le infundió un profundo y misterioso sueño que le impidiera ver su gloria, pero no sus efectos, al despertar. Y el hombre «se durmió». Tomó Dios entonces una costilla del hombre y la convirtió en una mujer. El hombre se estremeció de gozo en su corazón; miró a la mujer, su compañera, y le dijo: Tú.

El salmo 127, considerado como una canción de las subidas, es en realidad un salmo de congratulación, una especie de memorándum destinado a los sacerdotes del templo encargados de recibir a los peregrinos.
Marcos 7,24-30. Apenas ha abolido Jesús las fronteras entre judíos y gentiles, se dirige al territorio libanes de Tiro, una región donde gran parte de la población es pagana. Región de perros, la llamaban los graves doctores de la Ley.
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p style=”text-align:justify;”>Allí es abordado Jesús por una mujer pagana que le pide que expulse
de su hija al demonio. Pero él, que acaba de multiplicar el pan de vida
para cinco mil judíos, provoca a la mujer, negándole de entrada el milagro.
«Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el
pan de los hijos». Si por eso es, que no quede, dice aquella mujer, que encuentra una réplica a lo que Jesús le ha dicho: los perros se mantendrán
en el sitio que les corresponde, que es debajo de la mesa, y se conformarán
con las migajas. Por haber dicho esto la mujer, su hija quedará libre del
demonio. Alégrense, pues, los paganos: ¡también para ellos es el Reino de
los Cielos!

Una pareja: el hombre no existe para sí mismo, no aguanta estar solo. Para vivir, necesita que exista alguien con quien poder estar frente a frente. Creado a imagen y semejanza de Dios, no puede vivir siendo él solo: lleva injerto en su ser el amor, y sólo en el encuentro y en la relación llegará a ser él mismo. Por haber nacido de Dios, el hombre es participación. Por toda la eternidad llevará Adán la cicatriz de su carencia, de su autosuficiencia imposible; es un ser incompleto. Eva, nacida del costado de Adán, será el símbolo viviente de la complementariedad inalienable.
Misterio del hombre, que para ser él mismo tiene necesidad de otro; que para encontrarse a sí mismo necesita compartir, y dar para llegar a ser. Misterio del hombre, que para poder existir como «yo» necesita que exista otro que le diga «tú»; que se descubre a sí mismo en la mirada del otro; que tiene conocimiento del mundo, de las cosas y de los seres a través de un lenguaje recibido de los otros. Misterio del hombre, que es sociedad. Adán llevará para siempre la señal de que él sólo existe con los otros, por ellos y para ellos. El hombre no estará solo. Con él estará la mujer. El uno hacia el otro: el hombre es, desde su origen, un ser conyugal.
Y desde entonces, la pareja es sacramento de Dios. Si el ser humano fuera una mónada cerrada, no estaría hecho a imagen de Dios, pues un Dios con una sola persona ya no sería el Amor. «Dios —hace notar Teófilo de Antioquía— creó a Adán y a Eva para el máximo amor entre ellos, reflejando así el misterio de la divina unidad». Y Dios llevará en su pecho, por toda la eternidad, la marca de su pasión por el hombre: el costado traspasado de Jesús en la cruz.
Misterio de Dios, que es un infinito herido. Misterio de Dios, cuya perfección va unida al más completo abandono y cuya omnipotencia es sinónimo de la máxima dependencia. Dios es Amor y el Amor es encuentro y, por lo tanto, carencia y súplica: para existir, Dios necesita al hombre y, para existir como Amor, tiene que ser Trinidad.
Grandeza de la pareja: se hace sacramento de Dios. «No separéis lo que Dios ha unido», dirá Jesús a sus detractores. El matrimonio es un sacramento no porque consagre la promesa solemne de los esposos, ni tampoco por fundarse en la mutua ternura; es sacramento por ser la imagen más perfecta de lo que es Dios y de lo que es la vida según Dios. En la relación entre un hombre y una mujer descubrimos y experimentamos que Dios es encuentro, don, participación, amor.

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