19 febrero 2015

Comentario al Evangelio de hoy, 19 febrero

Fernando Torres Pérez, cmf

      Vamos a ser honestos. Hay muchas veces en la vida en que no escogemos lo bueno sino lo malo. Y a sabiendas. Porque eso malo tiene un atractivo mayor, porque a corto plazo nos da la impresión de que no nos va a hacer daño, porque... a veces ni lo sabemos. Como Pablo, terminamos reconociendo que “no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero” (Rm 7,19). Y no me estoy refiriendo sólo a hacer mal a los demás. En la misma frase se entiende el mal que nos hacemos a nosotros mismos. Un ejemplo sencillo: el que fuma está dañando su cuerpo pero no se siente con fuerzas para parar y termina diciéndose a sí mismo que le gusta y que no es tan malo y que son cosas que dicen los médicos y quién sabe cuántas razones que no son más que mentiras que se cuenta a sí mismo (que son con total seguridad las peores mentiras de todas las posibles). 
      En la primera lectura de hoy, Moisés habla al pueblo y le pone delante la vida y el bien, la muerte y el mal. Seguir a Dios es tener la vida. Alejarse de él encontrarse con la muerte. Así de sencillo. ¡Y así de complicado! De hecho, el pueblo no siempre eligió el bien ni la vida. Como nosotros. 

      Jesús dice lo mismo pero de otra manera. Para empezar, es más claro. Seguirle es encontrar la vida. Pero seguirle significa asumir nuestras limitaciones, nuestras pobrezas. Eso es coger la cruz. Darnos cuenta de que no vamos a ser capaces de caminar seguido, de que muchas veces vamos a dar un paso adelante y tres atrás. Pero también nos dice que lo importante es seguir adelante y mantener la mirada fija en el horizonte: el Reino, la familia de Dios, la fraternidad, los hijos e hijas sentados todos en la mesa del Padre. Cada vez que se nos acorte la mirada y miremos a nuestro ombligo, estaremos perdiéndonos a nosotros mismos. Cada vez que levantemos de nuevo la mirada y encontremos a los hermanos que caminan con nosotros, ganaremos en vida, en esperanza, en alegría, en fraternidad. 
      Elegir la vida es elegir la fraternidad. Elegir mi ombligo es, aunque no nos lo parezca, elegir la muerte. Seguro que lo hemos hecho más de una vez en la vida. Pero no es cuestión de llorar y angustiarse. Es cuestión de levantarse, echar la mirada adelante y encontrar la mano del hermano que nos anima a seguir en la senda del Reino. 

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