28 enero 2015

Miércoles III de Tiempo Ordinario

PRIMOGÉNITO
Hebreos 10,11-18. Si la historia de Israel muestra las vacilaciones del hombre para convertirse, también revela la paciencia divina. Nunca renunció Dios a grabar su ley en el corazón del hombre. Más todavía: ¡Lo consiguió! En efecto, si el pecado de Adán había desencajado al hombre, la obediencia de Jesús lo devolvió a su unidad. Gracias a la inmolación personal de Jesús, cuyo único alimento fue hacer la voluntad de su Padre, el hombre vuelve a ser posible.
Ahora bien, Cristo vivió en su carne el acontecimiento del Calvario, y su humanidad fue transformada radicalmente por la resurrección. Ni la obediencia de Cristo ni su exaltación le pusieron aparte de los hombres; así, su salvación puede alcanzar al hombre en su profundidad y en su totalidad. La glorificación de Cristo, al revés de la consagración del sacer- dote judío, que separaba a éste de los demás hombres, concierne a toda la humanidad.
Salmo 109. Véase el lunes de la segunda semana.
Marcos 4,1-20. Un sembrador, unas semillas y unas tierras de sembradío, de distinta calidad unas de otras… El tema del Germen divino es muy conocido para los oyentes de Jesús. De él afirmaba el profeta Zacarías: «Habrá germinación». En efecto, la palabra de Dios no regresa sin haber obtenido resultado; todo lo contrario: su vitalidad es extraordinaria y, en una tierra que la reciba, puede llegar a producir hasta el ciento por uno. Pero hay tierras buenas y tierras malas.

Como la raíz de la semilla profundiza en la tierra a la que fue arrojada, también la palabra divina ahonda en los corazones; pero sólo afecta al hombre que quiere escucharla. Así, el corazón de los discípulos se revela puro y, si el Espíritu encuentra obstáculos en ellos como en todos los hombres, no por eso permanecen menos atentos a la escucha. Por el contrario, los de fuera se resisten obstinadamente a la acción del Espíritu. Pero Dios, que respeta las libertades, no fuerza la puerta de su corazón; debido asimismo a esa ceguera invencible, la enseñanza de las parábolas, accesible no obstante a todo hombre de buena voluntad, para ellos se convierte en un enigma indescifrable. ¿No tenían por loco a Jesús sus parientes cuando enseñaba en Cafarnaún?
Un sembrador, unas semillas y unas tierras de sembradío, de distinta calidad unas de otras… La parábola arranca de la vida para llevar a un conocimiento de Dios más íntimo. Pero entonces, ¿no es la gran parábola de la historia Jesús mismo, ese hombre que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38)? Por eso, ¡quien le escucha a él comprende todas las parábolas!

Jesús, «con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados». Esta es la misión del Sumo Sacerdote de la nueva Alianza: hacer que entremos en el Santuario. Dicho de otra manera, nos concede pasar a un orden distinto del de aquí abajo. Tenemos acceso a la santidad.
Cristo no es solamente un modelo que imitar, sino el hombre obediente que es para sus hermanos el ideal de su vida. Además, es el primogénito de un mundo al que nos permite acceder tras de él. La aparición de Cristo en el mundo y el cumplimiento del misterio pascual introdujeron realmente una novedad en la condición humana.
Esta novedad no puede ser definida exclusivamente por la aparición de la gracia, como si ésta no hubiera existido nunca con anterioridad a Cristo. Se la puede definir con la palabra «gloria», que es la nueva cualidad de la «gracia cristiana».
Muriendo en la cruz, llevando hasta el final su vida de hombre abierta de par en par al poder de Dios, al resucitar recibe Jesús el poder de comunicar lo que, paradójicamente, había abandonado; la gloria que tenía junto al Padre desde toda la eternidad. A partir de entonces, Jesús comunica no sólo su gracia, sino su gloria. En Cristo resucitado hemos sido hechos, en el sentido estricto del término, «capaces» de Dios. No somos ya «de la tierra», sino ciudadanos del cielo; no sólo somos salvados, redimidos, perdonados e indultados, sino también santos, hijos, dados a luz y glorificados. En lo sucesivo, la humanidad ya no puede conformarse con ser humana, es divina.
La gracia que se nos concede sobrepasa nuestras esperanzas. La semilla sembrada en la tierra ha producido un fruto que excede todas las previsiones: ha dado el ciento por uno. En efecto, el Sumo Sacerdote, Cristo, no tiene la sola misión que yo llamaría «funcional» (restablecernos en la comunión con Dios, reconciliarnos con él); su misión es también «ontológica»: nos introduce en un orden nuevo de existencia; él es el que vino a enseñarnos a entrar en la Gloria.

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