20 enero 2015

Martes II de Tiempo Ordinario

SACRALIZACIÓN
Hebreos 6,10-20. «Llegado a la perfección, Cristo se convirtió en causa de salvación para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote según el rito de Melquisedec» (5,9-10). Estas palabras bastante solemnes van a dar pie a diversos desarrollos. De hecho, introducen directamente en el núcleo de la exposición, lo cual explica el cuidado puesto por el autor en mantener la atención de los lectores; aún quedan muchas cosas por decir, «difíciles de explicar» (5,11). ¡Estamos preparados!
Esta advertencia se apoya en la memoria de las promesas divinas, garantizadas al mismo tiempo por la palabra y por los juramentos divinos, como lo recuerda la promesa hecha por Yahvé a Abrahán (Gn 22,17). Tal compromiso no puede por menos de fortalecer la fe de los cristianos que lo dejaron todo para apostar por Dios; en el fondo, vienen a ser como marineros que, atrapados por la borrasca, confían en el ancla que han echado. Esta comparación puede parecer un tanto forzada; efectivamente, aquí, en lugar de estar el ancla sujeta en el mar, lo está en los cielos. Pero C. Spicq ha demostrado la validez de la parábola para unos judíos acostumbrados por su cosmología a situar el depósito de las lluvias encima de la bóveda celeste.

Ese ancla, evidentemente, es Cristo, que penetró ya en el Santo de los Santos «como precursor, Sumo Sacerdote para siempre, según el rito de Melquisedec». Este último versículo inicia uno de los primeros desarrollos, dedicado a explicar 5,9-10.
El salmo 110 es de difícil clasificación; no obstante su estructura alfabética, generalmente es considerado como un himno. Es una invitación a contemplar la obra divina y formula algunos principios de sabiduría.
Marcos 2,23-28. Y ¡cuarta controversia!’… Al atravesar un sembrado, los discípulos desgranan unas espigas. Aquel gesto era compatible con la letra de la Ley, únicamente preocupada por proteger la propiedad privada (Dt 23,26). Fueron los letrados quienes, más tarde, prohibieron espigar.
Añádase a esto que los discípulos conservan la sencillez característica de su provincia natal: en Galilea, la gente no es tan puntillosa como en Jerusalén.
Para salir en defensa de los suyos, Jesús se sitúa en un terreno del gusto de los rabinos; a las exigencias rabínicas opone el gesto de David cuando, acuciado por el hambre, no dudó en tomar los panes que estaban reservados para los levitas. Pues bien, ¿no hay alguien que es más que David? Si David pudo valerse de la dignidad real para infringir la Ley, ¿cuánto más dueño de la Ley es el Mesías, heredero de David?
«En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo…». Con estas palabras se abre la epístola a los Hebreos. Si en el desarrollo de la historia hay ruptura, también hay una lógica que atraviesa de punta a cabo toda la historia humana. «Es imposible que Dios mienta»: la historia de los hombres está atravesada por una promesa que se hace realidad.
La aventura de los hombres, sus búsquedas y vacilaciones, sus éxitos y sus fracasos, están marcados con un sello indeleble: no son obras exclusivamente de hombres, son también encarnación de la alianza divina. La historia de los hombres es una historia santa. Dios cumple su promesa, y el cumplimiento de esa promesa es Jesús. Esto quiere decir que la promesa no es un simple añadido a la trama de la historia, sino que se superpone a ella. Más aún, no puede ser disociada de ella. En Jesús, lo divino y lo humano están unidos.
Se comprende, pues, dónde se origina la violenta reacción de Jesús de que da muestras el evangelio de hoy. Jesús se alza contra la dicotomía entre lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo humano. Entre el hombre y el sábado no existe rivalidad alguna, pues no hay un tiempo sagrado, por una parte, y un tiempo ordinario, por otra. El cumplimiento del que habla el autor de Hebreos es la ruptura del orden de las cosas: en lo sucesivo, son «sagrados» la totalidad del tiempo, de las cosas y de los seres; en una palabra, la historia misma de los hombres, lugar de la manifestación de Dios y de la obediencia a su alianza. Más que acantonarse en lugares reservados o en tiempos aparte, Dios se mancomuna, se une con lo cotidiano de los hombres. La vida en común con Dios —en sentido estricto: la religión— se organiza según las estructuras del hombre, estructuras físicas y mentales, individuales y colectivas, históricas y prospectivas. No hay que buscar a Dios fuera del futuro del hombre.

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