19 enero 2015

Lunes II de Tiempo Ordinario

ÉL ES NUESTRA SALVACIÓN 
Hebreos 5,1-10. Este célebre pasaje cierra la segunda parte de la epístola. En él se ofrece una impresionante evocación de la pasión y exaltación de Cristo. Con la comparación que se hizo de Cristo con Moisés, en el c. 3, se mostró cómo los cristianos tienen en Cristo un sumo sacerdote acreditado ante Dios. El autor, tratando siempre de subrayar la solidaridad de Cristo con los hombres, se detiene ahora en otro aspecto del sacerdocio judío: el culto sacrificial.
Estaba, por una parte, el sacerdote judío; ahora está Cristo. El primero era elegido por Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, empezando por los propios, pues, por ser un hombre entre los hombres, era tan pecador como ellos. Jesús no se arrogó tampoco la gloria del sumo sacerdocio; nunca reivindicó el rango que la hacía igual a Dios, sino que cumplió humildemente la voluntad de su Padre. Aprendió a obedecer a costa de sus sufrimientos. Así, mientras que Adán desfiguró con su desobediencia el rostro del hombre, Jesús restauró la dignidad humana. Llegado a la perfección consumada, fue considerado como el salvador y proclamado sacerdote «según el rito de Melquisedec».
Cristo, la epístola a los Hebreos, Melquisedec y el salmo 109 (el 110 hebreo). ¡No están tan lejos los gallardetes que saludaban al nuevo sacerdote «según el rito de Melquisedec»! Si ya el asimilar un ministerio eclesial a un héroe del Antiguo Testamento resulta extraño, hay que añadir además que la figura de Melquisedec es particularmente enigmática.

El nombre de Melquisedec, que solamente aparece en Gn 14, significa «el rey legítimo». Este personaje era rey de la ciudad de Salem, a la que se identifica con Jerusalén, y sacerdote del «Dios altísimo», jefe de un panteón pagano. En Gn 14, Abrahán le da el diezmo de todos sus bienes y, a cambio, recibe su bendición. Esta escena, por presentar ni patriarca mismo recibiendo su consagración de un «antecesor» de David en el trono de Jerusalén, resulta muy sugestiva.
El salmo 109 es considerado como un salmo regio. En el se pueden distinguir dos fuentes. La primera estrofa (vv. 1-3) referiría un oráculo favorable al rey, a quien Yahvé «engendró como rocío, antes de la aurora», mientras que los vv. 4-7 contendrían un oráculo distinto, dirigido esta vez a un sacerdote del que se dice que «está al servicio del re\ legítimo» (E. Lipinski). La epístola a los Hebreos, para atribuir a Cristo, carente de ascendencia levítica, el título de sacerdote «según el rito de Melquisedec», se apoya en la figura profética de Melquisedec y en la promesa solemne del salmo 109.
Marcos 2,18-22. Tercera controversia… Por un lado, los miembros de los colectivos farisaicos y los discípulos de Juan; por el otro, los compañeros del Novio. Los primeros, aunque la Ley obligaba a un solo ayuno al año, el día de las Expiaciones, se imponían un ayuno bisemanal; los segundos son los amigos del Novio y celebran las bodas con él.
El joven Novio no es otro que Dios mismo… Encontró en el desierto a una chiquilla abandonada y, después de haberla cubierto con ricos vestidos y joyas, la hizo su esposa: así se expresaba el profeta Ezequiel evocando el origen de Israel (16,8-14). Dios es también el joven Esposo cuando vuelve al desierto de su juventud con su esposa para colmarla de caricias y volver a encontrar así el camino de su corazón (Os 2,16-18). Finalmente, el Esposo es Jesucristo, que da su vida por la Iglesia (Ef 5,25).
Y cuando Dios se enamora de su pueblo, es, evidentemente, tiempo de alegría y danza. Cuando viene Jesús, se rompe el tiempo antiguo para dar paso a la primavera y a la fiesta.
Ya vendrán días… en que el Esposo será repudiado y condenado a muerte. Entonces habrá que ayunar de nuevo, esperando su regreso.
Cuando Dios se enamora de su pueblo, es tiempo de la alegría y de danza, ¡no de duelo y ayuno! Es la hora de la fiesta; ya sonará la del Calvario y las lágrimas. Es la hora de la fiesta, porque se ha inaugurado la era de la salvación mesiánica. ¡Pues con Jesús llega lo nuevo! Con él hace su aparición algo que es radicalmente inconciliable con el antiguo orden. La venida de Jesús, su vida, su predicación y sus acciones dividen la historia en dos: «Vino para todos los que obedecen a la causa de la salvación eterna».
¿De dónde procede esta ruptura entre el orden antiguo y el nuevo? De la conjunción, en este hombre de Nazaret, del llamamiento de Dios y la respuesta del hombre a la propuesta de la alianza. En toda la historia del mundo, ésta es la primera vez que un hombre responde perfectamente al proyecto de Dios. Por vez primera, y para la eternidad, existe una correspondencia perfecta entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por vez primera, y para la eternidad, se cumple la alianza en la obediencia de los hijos.
Obediencia… Para nosotros, esta palabra suena a autoritarismo o a infantilismo. En Jesús, la obediencia conjuga el llamamiento más radical y la libertad más comprometida. Jesús es salvador, porque en él no existe la más mínima distancia entre la vocación y la respuesta. Jesús es salvador, porque desde la eternidad es el Hijo, es decir, el que encuentra su gozo pleno en hacer la voluntad del Padre, y el origen de su vida en el deseo eterno de Dios. Jesús es salvador, porque en él se manifiesta «lo que une al Padre y al Hijo en la Trinidad: ¡la común adopción!». Esta es la ruptura establecida en nuestra historia: en Jesús se manifiesta una obediencia que, de buena gana, calificaría yo de «natural». También en su condición de hombre es Jesús el Hijo único, y lo es por estar destinado a ser la palabra de la ternura divina manifestada hasta hacerse carne. En Jesús, el hombre y Dios han dejado de ser competidores.
Este es el orden nuevo: Dios y el hombre no son ya competidores; la obediencia filial puede hacerse «natural». Porque el espíritu del Hijo ha sido infundido en nuestros corazones: Jesús se ha convertido en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. «El que me ama guardará mi palabra; y mi Padre y yo haremos morada en él».

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