14 diciembre 2014

UN TORBELLINO DE FUEGO

Eclesiástico 48, 1-4.9-11. Jesús ben Sirac, notable de Jerusalén, escribió en una época en que la tendencia «ecuménica» del helenismo ponía en peligro la existencia misma del judaísmo (hacia el año 180 a. C). Su obra es un himno a la Ley revelada: ¿por qué los judíos van a envidiar las conquistas del pensamiento griego, siendo así que poseen la auténtica Sabiduría?
Los capítulos 40 al 55 hacen el elogio de los antepasados. Pero, en realidad, a quien se celebra a través de aquellas personas es a Dios. En efecto, si los padres perviven en la memoria de los hombres, es porque permitieron al Espíritu de Dios actuar en ellos. Así Elías, que fue un profeta de fuego, condenó la impiedad de los reyes de Israel y defendió el honor de Yahvé contra los ministros de los cultos extranjeros. Dios le hizo subir junto a sí y lo erigió en «reserva de mesianismo». Al final de los tiempos, había de volver para preparar la visita de Yahvé.
«¡Oh Dios, que brille tu rostro y nos salve!». En el salmo 79 se eleva el clamor de Israel; el pueblo se arrepiente de su mala conducta. ¡Que vuelva Dios y le sostenga en adelante! Esta es la oración que hoy eleva el cristiano cuando requiere la presencia de Cristo en su vida.

Mateo 17, 10-13. Elías vino en la persona de Juan Bautista. La palabra de éste molestó a cierto reyezuelo, y el profeta conoció el destino de sus predecesores. Jesús no espera una suerte distinta, pues el martirio también forma parte del ministerio profético.
Juan Bautista es decapitado por culpa de los bellos ojos de una bailarina y por denunciar el adulterio de un reyezuelo sin ninguna personalidad… ¡Así de estúpida es a veces la muerte de los profetas! A no ser que bajo ese destino trágico se revele el duelo implacable entre el despecho y la pasión de la palabra, ¿qué había entre Herodías y el Bautista, sino el combate de la verdad? Evidentemente, Juan era Elías redivivo: un fuego ardiente, una palabra sin concesiones, una pasión por Dios.
En la vida de Elías no hay más que fuego. Su palabra quema como una antorcha; hace descender el fuego del cielo y es llevado a él en un carro tirado por corceles de fuego. Un día dirá Jesús: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!». Arderá, ¡pero con el fuego del amor llevado hasta el extremo! La pasión por Dios se trocará en pasión del Hijo del hombre, crucificado.
¡Hermano, no hay más fuego que el del amor! Pero guárdate de apagar su ardor llamando amor a lo que no es sino empalagosa tibieza… Aquí tenemos a un rey que dice a una muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré…» Y aquí tenemos también a un hombre que dice a Dios: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú…» ¡Cuando el amor se convierte en debilidad y cobardía, el fuego está a punto de extinguirse! Pero el amor renace cuando un hombre se entrega a Dios con una voluntad que purifica todas las cosas en el fuego de la pasión. ¡Dichosos los apasionados! Ciertamente, Herodes no era uno de ellos…
Pon, Señor, en nuestros labios

una palabra de verdad, fiel hasta el final.
Pon en nuestros corazones el fuego de la pasión

con la que tu Hijo Jesús entregó su vida

para hacernos saber el nombre y el precio del amor.

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