03 diciembre 2014

Miércoles I de Adviento

EL BANQUETE DE LOS POBRES

Isaías 25, 6-10a. El capítulo 25 forma parte de un conjunto denominado ordinariamente «apocalipsis de Isaías» (cc. 24-27), en el que piezas narrativas alternan con elementos líricos. El capítulo 24, que describe la confrontación entre las fuerzas del mal y las del bien, finaliza con el anuncio de la victoria divina. A partir de ésta, Yahvé reina en el monte Sión, en Jerusalén.
Allí dispone un banquete para todos los pueblos. En ese banquete sirve los más suculentos manjares, los que normalmente estaban reservados a la divinidad. En efecto, es una comida de fiesta, como las que se tomaban en compañía de Yahvé en los sacrificios de comunión. Incluso se rasga el velo que cubre los ojos de los paganos, de manera que pueden ver a Dios a cara descubierta. Nos hallamos ante una vieja imagen del simbolismo bíblico, según la cual el alimento y la bebida proporcionan la visión beatífica. Desde ese momento, ¿qué cosa hay más natural que cantar el propio agradecimiento? A la esperanza sucede el júbilo.

Salmo 22. Originariamente era un salmo de confianza. Pero, después de la Sinagoga, la Iglesia ha hecho de él un canto de entrada en la tierra prometida, evocada por las «verdes praderas». Es verdad que las imágenes del vino, del trigo y del aceite nos orientan hacia la eucaristía.
Mateo 15, 29-37. ¡Sí, el Reino de Dios está cerca! Jesús toma a su cargo las enfermedades y las dolencias humanas. Son borrados los pecados y se pone la mesa para todos los hombres; para ocupar un puesto en ella se requiere una sola condición: creer en Jesucristo. Así logró de él la Cananea la curación de su hija.
Jesús preside la mesa del Reino. Como en otro tiempo Yahvé alimentó a su pueblo en el desierto, hoy Jesús da a comer su «carne». Toma unos panes, da gracias y los reparte. En este relato está presente la Pascua entera: Pascua del desierto para las doce tribus y Pascua de la historia, que reúne a todos los hombres.
«¡Venid, todo está preparado para el banquete!» Cuando Dios viene, lo hace para colmar de bienes a los hambrientos, para dar plenitud de vida a los que ardientemente aspiran a ella: ¡cojos, ciegos, lisiados, pobres! Para ellos toma Jesús los siete panes y los multiplica hasta el infinito, a la medida del hambre de aquella gente y de su propia generosidad. Para ellos prepara Dios un banquete digno de las mayores festividades.
¿Os ocurre con frecuencia que asociáis la idea de Dios a la de suculentos manjares y vinos embriagadores? O, lo que es lo mismo, cuando deseáis vivir a fondo, con todo vuestro ser, ¿pensáis en Dios? ¡Es que Dios y la Vida son una misma cosa!
Dios viene para los pobres. Lo decimos muchas veces, pero ¿aceptamos nuestra propia pobreza? No ya la pobreza de ser pecadores, sino esa otra pobreza a más radical de ser lisiados, de haber sido heridos por una vida que exigimos con todo nuestro ser y que nunca se nos da más que a medias. Una pobreza que nos envuelve como un manto de luto. Aceptar esta pobreza es ponerse a clamar a Dios. Porque Dios viene a transformar nuestro luto en danza, y nuestro desierto en mesa de privilegio. ¿Cómo vamos a encontrar a Dios si no clamamos por la vida como el ciego clama por el sol?
Desear, esperar, y después exultar, comulgar. Estas son las palabras de la pobreza. Jesús ha dispuesto la mesa para los pobres: «¡Si alguno tiene hambre, que venga!». En el camino de nuestros desiertos, la eucaristía es la mesa de la esperanza y la fiesta de los pobres. ¡Dichosos los invitados a ella! ¡Dichoso el que abre las manos con deseo ardiente de vivir! ¡Dichosos los que lloran cuando el Señor viene a enjugar las lágrimas de los rostros! Este es el gesto de la ternura, el gesto de Cristo cuando toma en sus manos el pan para poner en las nuestras su cuerpo entregado. «¡Sí, ven, Señor Jesús!».

Te damos gracias, oh Dios, nuestra esperanza,
por Jesucristo, tu Hijo amado,

que vino a reunir a los que se iban,

sin rumbo, al desierto del abandono.
Bendito seas tú,

oh Dios que colmas el deseo del hombre,
Dios que haces brotar la vida

más fuerte que la muerte y

más dulce que las lágrimas.
Ante esta mesa de fiesta,

preanuncio del banquete de tu Reino,

te bendecimos, Dios y Padre de los pobres,
con todos cuantos ponen en ti su esperanza.

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