01 diciembre 2014

Lunes I del Aviento

EN EL CORAZÓN DEL MUNDO

Isaías 2, 1-5 (ciclo B). Jerusalén, la ciudad santa… Sus piedras, enrojecidas con la sangre de los sacrificios, han visto desfilar multitudes de peregrinos, llegados a ella para aprender de los sacerdotes la alabanza y una norma de vida.
Jerusalén (Ierüshálayim), la ciudad de la paz… La procesión de los pueblos hay que descifrarla a la luz del Apocalipsis; se dirigen a la ciudad «donde nadie tendrá necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios alumbrará a todos» (Ap 22, 5). Será un reinado universal,
cuando todas las naciones acepten el arbitraje de Dios.
Salmo 121. Lo cantaban los peregrinos al abandonar Jerusalén: recordaban los hermosos días pasados en la ciudad y rogaban a Dios que les concediera la paz.
Mateo 8, 5-11. Cielos nuevos, tierra nueva: ha llegado el tiempo del cumplimiento. Un centurión romano acude a Jesús para suplicarle que sane a su criado. Con toda delicadeza, le sugiere una curación a distancia: de esa forma no quedaría impuro Jesús, al no tener que tocar a un no-judío. Pero aquel centurión es, además de militar, hombre de espíritu profundo: como él depende de una autoridad superior, tiene el presentimiento de que la palabra de Jesús pudiera proceder también de un más allá. Por eso Jesús no oculta su admiración ante aquella actitud: los que heredarán el Reino son los verdaderos hijos de Abraham, el creyente.

¡Ven, divino Mesías…! El Adviento que empezamos es un grito, una oración y una espera. Sin embargo, ¡no faltan los mesías en nuestros días! ¿Hay que esperar a otro que triunfe donde han sido tantas las esperanzas frustradas? Mesianismos políticos, sociales, económicos, religiosos: siempre se presentan como otras tantas fuerzas, como poderes atractivos, como la solución al marasmo de los hombres. Todos esos mesianismos reclaman para sí una obediencia total, sin condiciones. Y uno tras otro van derrumbándose, asfixiados por su totalitarismo. Así sucumbió en otro tiempo la soberbia Jerusalén bajo el peso de su prestancia, en el mismo lugar en que los sacerdotes veían llegar la inmensa multitud procedente de todos los pueblos…
Pero el mesianismo cristiano no se apoya en una fuerza humana; tiene sus raíces en la palabra de los profetas, que incansablemente fueron repitiendo: «¡Convertíos, volved a vuestro Dios!» El Mesías que nosotros invocamos es el de los pobres y de la paz; Mesías para el hombre que ha experimentado la vanidad del orgullo y de la suficiencia. Mesías que recorre nuestros caminos y viene a salvar lo que estaba perdido. «Señor, no soy digno… pero basta una palabra tuya…»
Siempre hay en el mesianismo una parte de utopía. De nosotros depende que esa utopía se haga realidad: ¿tendremos humildad suficiente para considerarnos pobres, sin derecho, sin poder? De ser así, ese día «¡no alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra!».
Sí, te damos gracias,

Dios, justicia nuestra, esperanza del mundo.
Tú creaste al hombre
para que compartiera con sus hermanos
el amor, la paz y la dicha.
Y cuando él se aparta de ti,
preso de las inquietudes de la vida,

tú le das a tu Hijo,

entregado para remisión de los cautivos.
Por eso nosotros alzamos nuestras cabezas
cuando ya el alba se anuncia en el horizonte
y cantamos con todos los santos:
«¡Ven Señor Jesús!»,

y te aclamamos sin cesar.
***
Tú que vienes a traer la paz al corazón del hombre,
Señor, ven a nosotros.
Tú que te cuidas del pobre y del oprimido,
Cristo, quédate con nosotros.
Tú, en quien reposa el Espíritu de fortaleza,
Señor, transfórmanos.
***
Dios y Padre de la vida,
¡bendito sea tu nombre!
Dios de nuestros gritos de alegría
y Dios de nuestras lágrimas,
¡bendito seas!
Tú no has hecho al hombre

para encerrarlo en la muerte;
tú vienes a nuestro encuentro,

y la vida te precede cantando.
Dios de la promesa,

Dios de la esperanza,
nosotros te bendecimos.
Tú conoces el rumbo de nuestros inciertos pasos;
tú no nos abandonas

cuando se frustran nuestras esperanzas;

tú haces que brillen sobre nosotros
la luz y el consuelo:
por eso te damos gracias.

Sí, ya podemos ascender a los collados
y proclamar tu Buena Nueva
cantando.

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