11 diciembre 2014

Jueves II de Adviento

ELOGIO DE LA VIOLENCIA
Isaías 41, 13-20. Agitación en el Cercano Oriente: el tornado persa derriba los imperios; las naciones enloquecen y buscan en vano la protección de sus dioses. Pero Israel no tiene nada que temer: si Yahvé ha suscitado a Ciro el Grande, es para librar a su pueblo. Israel, ayer sepultado entre los babilonios como un cadáver comido de gusanos, mañana se pondrá en pie en medio de los despojos y, a semejanza de lo que hace con la tierra el rastrillo, reducirá a polvo las montañas… Sí, alégrate, pueblo elegido de Dios: ¡te ha sido levantado el castigo! Para ti viste el desierto sus galas de fiesta y se llena la estepa de variadas esencias. ¡Alégrate y reconoce la mano de tu «redentor!».
El salmo 144 es un himno que ensalza la ternura de Dios, que toma a su cargo la miseria de su pueblo.
Mateo 11, 11-15. Según la tradición, el profeta Elías no murió, sino que fue transportado al cielo en un carro de fuego. Su regreso, al final de los tiempos, había de preceder a la instauración del Reino. También la predicación de Juan Bautista hizo nacer en la población la esperanza de que Dios hablaba de nuevo a su pueblo. Parecía que los tiempos se habían cumplido: Juan era el nuevo Elías.

Sin embargo, muy pronto nació una disputa entre los discípulos de Juan y los de Jesús. ¿Era el Bautista el Mesías enviado por Dios para preparar el advenimiento de los últimos tiempos o no era más que el precursor? En realidad, la alianza concertada por Jesús era superior, y aunque el Bautista superara en grandeza a todos los profetas, era menor que un discípulo del Reino.
«Desde los días de Juan Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia y los esforzados se apoderan de él». Esta frase enigmática recuerda a Mi 2,13: «El que abre camino subirá delante de ellos; lo abrirá, traspasarán la puerta y saldrán por ella; su rey pasará delante de ellos, Yahvé a su cabeza». Ya en la Edad Media se hacía este comentario: «El que irrumpe es Elías, y su rey es el descendiente de David» (cfr. D. Flusser). Elías ha vuelto en la persona del Bautista; Jesús es el rey-mesías, y los que se adhieran a él se apoderarán del Reino por la fuerza.
«El Reino de los Cielos sufre violencia…» ¿Habrá sido para escapar a la rudeza de estas palabras evangélicas por lo que siglos enteros de insipidez espiritual han venido dándoles una interpretación exclusivamente moral?… Para entrar en el Reino hay que hacer muchos sacrificios… ¡sacrificios morales, interiores, ascéticos! La interpretación se queda un poco corta.
En Isaías leemos: «Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la hay; su lengua está reseca de sed». ¿No es un escándalo que la violencia de la fe sea tan lenta en socorrerlos? Porque el Reino de Dios no es un salón destinado a almas piadosas; es un desierto a través del cual marcha Dios a la cabeza de los desterrados para conducirles a la libertad. ¡Qué violencia hay en él! ¿Y qué fuerza no comunica a su pueblo, insignificante «gusanito», del que ha hecho un afilado rastrillo con el que triturar los montes y reducir las colinas a paja menuda? Dios se llama a sí mismo «redentor», y ese título suena a anuncio de combate.
El combate de Dios que transforma el desierto en jardín frondoso… Combate del hombre, en nombre de Dios, que transforma la indigencia del pobre en dignidad humana. Quizá en esto consista esa «violencia del Reino»… Pues, si es cierto que «el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que el mayor de los profetas», ¿no es cierto también que la dignidad que el hombre tiene a los ojos de Dios nos llama al combate del amor? ¡De un amor que nada tiene de dulzón!
Por los hombres sedientos de justicia y dignidad,
te pedimos:
haznos unos apasionados de la justicia y del amor.
Por los pueblos aplastados por la opresión,
te pedimos:
infunde en nuestros corazones la violencia de la verdad.
Por los profetas que libran el combate de la esperanza,
te pedimos:
aumenta cada día en ellos la fe.

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