18 diciembre 2014

EMMANUEL

EMMANUEL

Jeremías 23,5-8. El primero de estos oráculos fue pronunciado cuando Nabucodonosor intervenía cada vez más en los asuntos internos de Judá, colocando en el trono de David a hombres de su devoción. El último de éstos, cronológicamente, fue el príncipe Mattanya, a quien Nabucodonosor impuso el nombre de Sedéelas (Sede qiyyahû: Yahvé-es-nuestra-justicia). ¿Fue impugnado el reinado de este rey títere? Lo cierto es que Jeremías hizo valer la legitimidad del monarca como descendiente de David («Germen justo» legítimo). Así pues, en su origen, el texto no tenía nada de profético; simplemente, pertenecía al ritual de entronización.
El segundo oráculo, más tardío, supone el final del destierro; en él, en efecto, el regreso de los deportados es equiparado a un nuevo éxodo. Es de notar que, aunque Babilonia se halle geográficamente situada al este de Palestina, el camino de las invasiones y, por lo tanto, el camino del nuevo éxododesembocaba al norte de Israel.
El nombre de Sedéelas se prestaba perfectamente a una interpretación mesiánica. En efecto, el heredero de los reyes de Judá debía obtener los sufragios del pueblo por su preocupación por la justicia y la unidad del país.
El salmo 71 habla claramente en este sentido.
Mateo 1, 18-24. ¡Un hombre justo! José pertenece a la raza de los Simeón y de los Abrahán, al linaje de todos esos anónimos que fueron en Israel los portadores de la esperanza del Reino. Mateo subraya con gran delicadeza el papel de José en el misterio de la salvación. El esposo de María no reivindicó su derecho a llevar el título de «padre» del niño, como tampoco Jesús reclamó ser tratado igual que Dios. José acogió a Cristo como lo que realmente es: un don del Cielo. Acogió a Jesús en su linaje y, por orden del ángel, le puso un nombre. De esta manera se cumplía la profecía: un «Germen» legítimo tomaba posesión del trono de David.
«¡José, hijo de David, no temas!». Pero ¿qué podría temer aquel «justo»” No vamos a imaginar que desconfiara de su esposa y sospechara quién sabe qué infidelidad suya… José es un justo, es decir, un hombre que lleva consigo el pensamiento de Dios, la fidelidad de Dios. Lo único que teme es ocupar, junto a María y Jesús, un lugar que sólo correspondería a Dios. El niño viene del Espíritu Santo, pero la fidelidad de Dios exige que sea también «hijo de David»…«¡No temas, José! ¡Emprende tu vida al lado de María! ¡Impón un nombre al niño y sé un padre para él!».
¿Qué es un padre para un niño, sino una relación vivida día a día, una adopción mutua nunca terminada, un amor en el que pacientemente se forja la libertad del futuro adulto? Jesús experimentó esta relación. Y su nombre mismo la implica: Jesús quiere decir «Dios-salva», o también Emmanuel, es decir, «Dios-con-nosotros». Entonces, ¿cuándo acabaremos de pensar que Dios podría estar con nosotros y salvarnos sin pasar por nuestra historia y por nuestras vicisitudes? Jesús no es salvador a golpe de milagro; lo es por su verdadera humanidad. Y, a ese nivel, el lugar de José es insustituible en la historia de la salvación.
José… el hombre que adoptó al Hijo de Dios. Esta es su justicia. Esta será también la nuestra cuando, en el corazón mismo de nuestros amores y de nuestras dudas, vivamos la historia de Dios-con-nosotros, Emmanuel.
Te pedimos por los padres de la tierra,
para que acojan a sus hijos
como un don de tu gracia.
Te pedimos por aquellos a quienes
llamas a tu servicio,
para que se comprometan con fe y con sencillez.
Cuando tu presencia nos desconcierte
y tu palabra nos invite
a dar un paso adelante, te pedimos de nuevo:
¡Quédate con nosotros, Señor, Emmanuel!

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