17 diciembre 2014

EL HOMBRE NUEVO

EL HOMBRE NUEVO

Génesis 49, 2.8-10. Nos hallamos aquí ante una imagen bíblica tradicional. Sintiendo próxima la muerte, el antepasado reúne a sus hijos y les «revela» el futuro. En realidad, este pasaje, procedente del tiempo de Isaías, da cuenta de la situación de las tribus y embellece la de Judá, a la que confía la dignidad real, según la tradición de la coronación de David en Hebrón.
La sentencia no tardó en adquirir una coloración mesiánica. El león de Judá simboliza al Mesías real, que vendrá a sentarse en medio de la asamblea con las insignias del poder «entre sus pies» (en efecto, hay que leer con el hebreo: «No se apartará de Judá el cetro ni el bastón de mano entre sus pies»). La «profecía» encontrará su cumplimiento en el Apocalipsis, donde se ve a uno de los ancianos saludar al Cordero inmolado dándole el título de «león de la tribu de Judá».
El salmo 71, salmo regio, está impregnado todo él de la idea, común a los pueblos primitivos, de que el rey tiene a su cargo el bien de sus súbditos. Procura la salvación de su pueblo, y de él depende la prosperidad del país.
Mateo 1, 1-17. «Libro de la genealogía de Jesucristo» es el título original del evangelio según san Mateo, copiado al comienzo del relato de la descendencia de Abrahán (Gn 5, 1). En él se indica que Jesús es el hombre nuevo, la clave que permite entender la historia de la salvación. La distribución de los ascendientes en catorce generaciones sugiere, por su regularidad, que la historia está regida por un cómputo celeste, aun cuando la preocupación por conseguir esa regularidad condujo a cometer errores en las listas de los nombres. Mateo, en efecto, no transmite una genealogía exacta; lo que él pretende es relacionar a Jesús con los depositarios de las promesas mesiánicas, particularmente con David. Y así es como el número 14 se obtiene sumando el valor numérico de las consonantes que forman el nombre de David.
Pero, en contra de las leyes del género, la genealogía menciona el nombre de cuatro mujeres, cuya presencia se explica perfectamente por el recurso a las tradiciones judías que subrayan el papel providencial de aquellas cuatro mujeres en la formación de la esperanza mesiánica. Tamar, por ejemplo, es la mujer que a toda costa quería participar en la bendición otorgada a su suegro Judá (Gn 38). Al final de esta genealogía, la promesa se cumple por María, mientras que la paternidad legal de José hace de Jesús un auténtico descendiente de David.
Fulano engendra a Mengano… Las genealogías se refieren al pasado, y en ellas los alumbramientos no tienen sentido si no es para vencer a la muerte, hacia la que cada cual se encamina irremediablemente. María engendró a Jesús… Y en este preciso momento de nuestro tiempo, un nacimiento deja de significar el pasado para convertirse en un eterno presente en el que descansa el provenir del hombre. «A todos los que recibieron (la Palabra) les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que nacen de Dios». En Jesucristo, el hombre nace de Dios, aunque nazca del hombre y de la mujer.
Pero el hombre nuevo no deja de pertenecer al linaje de los hombres mortales. Dios crea el mundo nuevo en la historia misma del mundo que se va. ¡Del mundo que viene!, habría que decir. ¿Y qué decir de esas tres series de catorce generaciones? ¿Qué cuenta de ellas la historia sagrada, sino historias no tan santas como podría pensarse? Con frecuencia se cita a Tamar…, que no es precisamente la gloria de la familia judaica. En cuanto a David y su unión con la mujer de Urías, tal acción no es ciertamente un ejemplo de buenas costumbres. Además, ¡cuántas guerras, cuántas matanzas, cuántos reyes decadentes…! A decir verdad, los antepasados de Jesucristo no tienen trazas de descender de Dios por línea directa…
Y, sin embargo, hay que hacer la lista de ellos. Cristo no cae del cielo. El Mesías representa el fruto de un trabajo oculto, en el que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Lleva adelante su proyecto de salvación haciendo del hombre el colaborador de una obra que le supera.
Se podría continuar con las genealogías posteriores a Jesucristo, a todos los niveles: desde su familia carnal con Santiago de Jerusalén, hasta su familia espiritual con san Pedro de Roma. ¿Resultaría más halagüeño el retrato? Con todo, la historia de la Iglesia es el engendramiento, a través de los siglos, del mundo y el hombre nuevos. ¡Historia de hombres e historia de Dios! En ella está el Espíritu manos a la obra. Aunque lo que él engendra es una obra que trasciende a nuestra tierra, el Espíritu no desdeña ninguna realidad terrena. Lo que hace es contar al futuro nuestras genealogías cristianas, en la fe y en la esperanza, sabiendo que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». Debemos mirar la historia no como el eterno retorno de las fatalidades antiguas, sino como la misteriosa avanzada del designio de amor de Dios. ¿Quién sabe si las Tamar y los David a quienes nosotros condenamos no serán los artífices ocultos de un Reino en el que Dios recrea al hombre perdonándolo?

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