11 diciembre 2014

Adviento: El tiempo del precursor

El segundo tiempo del Adviento está marcado por la figura de Juan Bautista. Todas las perícopas evangélicas están relacionadas con él, sin que las primeras lecturas hayan sido elegidas en función de los evangelios. Esto sucede de vez en cuando, pero se siguen leyendo amplios extractos de Isaías.
El amigo del Esposo
Hablar de Juan Bautista es hablar de la espera escatológica. Esta esperanza, hija de la ideología monárquica, tenía sus raíces en la fe en la fidelidad de Yahvé. Para el hombre de la Biblia, Dios es ante todo la roca, el refugio hospitalario, el escudo que cubre al fiel; pero, por otra parte, la obra escatológica aparece también como una réplica del acto creador. Yahvé va a crear «un cielo nuevo y una tierra nueva»; va a restituir al hombre la primitiva gloria de Adán. Pero antes el pueblo habrá conocido un nuevo éxodo: en efecto, como una larga marcha a través del desierto había precedido a la conquista de la Tierra prometida, así también un último retiro en la soledad deberá abrir el tiempo del fin.
Se comprende, pues, que al aproximarse la era cristiana la mayoría de los grupos religiosos hayan tenido que formar en el desierto a sus miembros. Por otra parte, tal exigencia estaba consignada en Is 40, que da comienzo al Segundo Isaías y que, juntamente con sus paralelos, parece haber inspirado el Judaísmo posterior.

Pero ¿quién vendrá a inaugurar la era escatológica? ¿Dios o su Mesías? En todos los grupos judíos se debatía esta cuestión, y cada uno de ellos estaba convencido de que, de haber Mesías, éste no podía nacer más que en su seno. Desde los fariseos a Juan Bautista, cada cual tenía su propia idea acerca del Enviado de Dios.
Juan se sitúa en el abanico formado por esas distintas agrupaciones. Pero, como muy bien advierte Lucas, el Bautista fue, ante todo, un don de Dios. En efecto, su madre había sido estéril durante mucho tiempo, como antes que ella lo fueron Sara, Ana y la madre de Sansón. Sin embargo, cada un a de estas mujeres había dado a luz, en su ancianidad, a una especie de héroe, signo de la presencia inalterable de Dios en su pueblo. Juan, don divino, recibió una misión de precursor y reconciliador a la vez (cf. Mal 3). Predicó la conversión y se esforzó por constituir el pueblo del nuevo éxodo. Para entrar a formar parte de su comunidad, adoptó el rito del agua, que, en su mente, no debía de ser otra cosa que el sello de un cambio de vida personal. Sin embargo, el Mesías que él anunciaba sería un juez, encargado de separar a los buenos de los malos.
El mismo Jesús recibió el bautismo de Juan y entró en el movimiento «juánico». Como los otros discípulos, predicó y bautizó. ¿Adquiriría pronto cierto ascendiente, especialmente entre los compañeros galileas? Lo cierto es que algunos no tardaron en considerarle un rival. Un día, refiere el cuarto evangelio en una bellísima página, hallándose Juan Bautista bautizando en Ainón, fue un discípulo suyo a hacerle saber algo que le parecía una competencia. La respuesta de Juan no se hizo esperar: «El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya». Juan sabía que su cometido había terminado; sólo le quedaba dar el testimonio supremo. En Maqueronte podrá repetir ante el verdugo: «¡Es él, el Cordero de Dios!».

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