10 diciembre 2014

Adviento: Dios de ternura

DIOS DE TERNURA

Isaías 40, 1-11. Los primeros versículos del capítulo 40 forman un prólogo a varias voces que da el tono al conjunto de la obra del «Segundo Isaías», denominado frecuentemente «Libro de la Consolación». Desde el año 587, Jerusalén lloraba amargamente su pecado, pero hoy es expiada su culpa, y unos mensajeros anuncian el fin de su destierro. Israel y las demás naciones van a ser testigos de un éxodo más maravilloso aún que el primero. En efecto, por una pista nuevamente trazada a través del desierto sirio, Yahvé va a ir delante de los exiliados de Babilonia, y pronto podrá anunciar Jerusalén a las ciudades de Judá: «Este es vuestro Dios».
En realidad, el profeta proclama la fidelidad divina. Dios no se olvida de su pueblo y le cita en el desierto. Sabido es que el judaísmo posterior oirá la voz del profeta como una invitación al último retiro antes de la restauración final de Israel. Pero, en el camino de Dios, el precursor tomará figura humana. Primero se dirá del profeta Elías que camina delante de Dios; luego, de Juan Bautista se dirá que precede al Dios hecho hombre.

Salmo 95. Emparentado con los himnos, este salmo canta el señorío de Yahvé. En él se invita sólo a los creyentes a depositar su ofrenda ante el trono del Rey; todo el mundo creado está de fiesta, pues el Señor viene a hacer justicia.
Mateo 18, 12-14. «Como un pastor apacienta el rebaño». La imagen del pastor, frecuente en la Biblia, evoca la persona de Jacob caminando al paso de las ovejas. En esta imagen se había inspirado el profeta Ezequiel para estigmatizar a los jefes de Israel que desatendían el gobierno del pueblo, en lugar de poner a su servicio sus competencias (Ez 34). El profeta anunciaba también que Dios mismo vendría a ponerse al frente del rebaño y buscaría la oveja descarriada en los lugares altos de los cultos paganos.
A la actitud de los fariseos, arrebujados en su justicia, Jesús opone la alegría de Dios, que prefiere la conversión del pecador a la satisfacción de los justos estancados en sus hábitos adquiridos. En la perspectiva de Ezequiel, Jesús invita a los discípulos a no omitir nada para reunir a los hermanos descarriados. Mateo, a su vez, insiste en el lugar único que cada cristiano ocupa en la Iglesia. Esta no es, en ningún caso, una colectividad anónima; todo cristiano está obligado a compartir la preocupación del Padre por los pecadores.
«Consolad a mi pueblo, dice Dios»… Sí, Dios consuela a su pueblo. ¿Os habéis parado ya a pensar en la ternura de Dios? No quiere que uno solo de los humildes se pierda; como un pastor apacienta su rebaño. Nunca dejó de expresar la Escritura lo inexpresable, la ternura de Dios, maravillosamente unida a su poder. Sí, el Dios que viene y que alza arrogante su brazo victorioso, es también el Pastor que lleva en sus brazos los corderos y cuida de las ovejas.
En aquel tiempo, cuando el destierro en Babilonia había arrebatado al pueblo el último resto de valor, era necesario que Dios le consolara, que se pusiera al frente del gran cortejo que iba a atravesar el desierto para regresar al país. Valles que levantar, montes que abajar, escarpaduras que salvar y caminos tortuosos que enderezar: no faltaban trabajos. Pero Dios, con una palabra que no podía fallar, prometía que él mismo se pondría al frente de la caravana y caminaría a su paso.
En nuestros días quedan muchas murallas por derribar y muchos obstáculos por superar para que el pueblo de Dios pueda vivir tranquilamente en su casa, en medio de un mundo pacífico, unido y fraterno. Un mundo en el que los más pequeños sean los más queridos, y las relaciones humanas pasen por el corazón más que por las armas. Muchas veces, la tarea parece imposible y vivimos como exiliados, lejos de un Evangelio que ha perdido su sabor de Buena Noticia…
«¡Consolad a mi pueblo!, dice Dios otra vez. ¡Alza la voz, tú que llevas la Buena Noticia!». Necesitamos, ante todo, descubrir de nuevo la ternura de Dios, su amor, su paciencia, su dulzura. Dejar que nos tome en sus brazos, reconocernos todos heridos por un mundo desviado. Porque he aquí que viene Dios y va a cambiar nuestra tierra. ¡Dichosos los que lo acojan con corazón sencillo y bueno! Ellos serán, con Dios, los artífices de la nueva paz.
Sí, Padre, te damos gracias,

nuestros labios lanzan gritos de alegría

y cantamos las maravillas que haces por nosotros.
Tú llenas los abismos que separan a los hombres,
tú trazas un camino

en el laberinto de nuestras soledades,

tu mano conduce al exiliado a su morada.
Por eso el universo entero canta un cántico nuevo,
y el eco de nuestras voces le responde.

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